Llevo
meses en un coma profundo. No es un coma cualquiera: Soy casi
consciente de mis actos, de lo que me rodea y de lo que siento. Casi.
A mi alrededor sucede una infinidad de cosas que puedo percibir, pero
me son totalmente ajenas. Es como si viese la realidad desde una
pantalla. Como si supiese que me hallo dentro de una caverna
platónica y que la realidad está más allá, pero no sé salir.
Estoy dentro de un laberinto de espejos que reflejan un rostro
horrible, demacrado, anestesiado y perdido.
No sé por qué me siento
así, por lo que no sé cómo abrirme paso y salir de aquí. Ahora,
lo único que veo es un traje de 600 euros hecho a medida en la
típica tiendecita que te encuentras en el centro de la ciudad, en la
que Giovanni, un viejo arrugado que con la intención de hacernos
creer únicos nos toma medidas a cambio de unos cuantos cientos de
euros para proporcionarnos el privilegio de tener algo que no tienen
los demás. Tan selecto. Las piernas, formando un perfecto ángulo
de 90 grados las cuales acaban en dos mocasines negros. Esos
mocasines que quizás llevan más crema de la necesaria, por las
prisas de llegar tarde a una reunión imagino. Justo al lado, a menos
de 20 centímetros, un maletín de cuero negro. Ni muy grande ni muy
pequeño. Seguramente lleno de papeles innecesarios. Si fuera un
niño, con su inocencia, pensaría que aquel tipo sería un espía y
que en aquel maletín lleva seguramente algún artilugio que le
ayudaría a detener al malhechor que intenta llevar el mal a la
tierra. Pero no, no soy un niño. Soy ese tipo. Ese reflejo medio
borroso en la ventana que llevo analizando desde que me senté en el
asiento del metro hace minutos. Exceptuando esas veces que ha pasado
un pobre pidiendo alguna limosna por el espectáculo que acababa de
hacer, mostrando su arte lleno de vergüenza y desesperación. Lo
sigo mirando. Su pelo, perfectamente recortado y lleno de gomina, sin
ninguna greña fuera de su lugar que distorsione el equilibrio de
elegancia que transportaba indiferente encima de sus hombros. Me fijo
más aún. No tiene ninguna cana ¿verdad? Un afortunado. Su cara
seria, sobria, no muestra ningún tipo de sentimiento hacia lo que
está viviendo. Parece un tipo duro, un ganador. Me mira fijamente
sin despegar ni un solo segundo sus ojos de mis pupilas.
Perfectamente silencioso me analiza, igual que hacía yo con él. Su
mirada inquebrantable no dejaba pasar los juicios de los demás, era
invencible, esa seguridad que desprendía era como una bestia capaz
de arrasar con cualquiera que se le pusiera por delante sin ningún
tipo de miramiento ni ninguna intencionalidad. Era su trabajo. Lucha,
pero no puede conmigo. Sé qué siente, sé qué piensa. Sé cómo
destruir el muro fortificado que me prohíbe saber cómo es. Sé
quién es. Soy yo.
“Próxima
parada Passeig de Gràcia, enlace con la línea 2, la línea 5 y
cercanías.”
Maldita
mujer del metro, siempre despertándome de mis sueños efímeros con
su voz tan excesivamente relajada e inhumana que me encolerizaba.
Volví
a mirar hacia la ventana, ya no estaba. Se había marchado con el
mismo silencio con el que había venido. Tan solo había sido
necesario un parpadeo. Clic. Y se fue.
Los
pitidos del metro me advertían que me quedaban menos de 5 segundos
para aprovechar la oportunidad de bajarme en esa parada. No me iban a
dar una segunda oportunidad. Ellos no entendían de segundas
oportunidades. No entendían de individualismo. No les intimidaba mi
traje de 600 euros. No entendían de estamentos. Solo entendían que
en menos de 5 segundos iban a silenciarse para dejar sonar el ruido
de las puertas del metro cerrándose. Estaban programados para ello,
sin importar que yo necesitara bajar en esa parada. Tan solo 5
segundos y ya había malgastado 2 filosofando.
Me
apresuré a salir antes de que esos pitidos enmudecieran. Creo que
noté que las puertas hacían que algún mechón de mi pelo se
saliera de su riguroso sitio impuesto por cantidades inmundas de
gomina. Tomé mi camino después de mirar la hora en mi Rolex dorado.
Era la misma que en el reloj de la estación que milésimas de
segundo antes había mirado pero debía sacar el oro a relucir. Era
más bonita la hora indicada por 20 quilates.
Me
acerqué a las escaleras mecánicas, llenas de turistas. Inútiles,
para qué engañarnos. ¿Qué necesidad tendrán de ocupar las
escaleras enteras? ¿No les enseñaron a ir en fila de pequeños?
Como siempre, acabo subiendo gracias a mi inercia por las escaleras
normales. Todo hay que decirlo, mi entrenamiento semanal de 9 horas
en el gimnasio me permitía subirlas corriendo sin soltar la mínima
gota de sudor que pudiera desprestigiar mi traje rebosante de
elegancia. Mientras subía me hacía a la idea que como cada día,
iba a salir de fondo en alguna foto que estos lobos sedientos de
recuerdos con los cuales presumir cuando lleguen a su lugar de origen
tomaban con cámaras digitales de una calidad pésima o verdaderas
maquinarias faraónicas de la fotografía. Giré hacia la derecha. Me
salté el semáforo en rojo. No podía perder tiempo ahora que ya no
tenía un horario establecido por un jefe incompetente. Crucé cuatro
manzanas y me dispuse a abrir la puerta deseando no cruzarme con
cualquier vecino el cual pretenda fingir que le interesa mi vida.
Desgraciadamente así fue, y qué casualidad me deparaba en este
momento el destino. Se abre el ascensor y dos ojos enormes azules me
escanean desde mis mocasines hasta mi sonrisa blanca digna de
cualquier Don Juan. Conforme iba subiendo la angustia en su cara iba
asomando. De verdad, esa chiquilla me llevó unos meses loco detrás
de ella. Ahora Ana era más un trofeo el cual guardas en las mejores
de tus vitrinas y limpias de vez en cuando para que continúe
recordándote. Tuve ciertos encuentros el año pasado con aquella
hija consentida de un matrimonio de viejos empresarios de la zona de
Rubí, que se enriquecieron en la posguerra y ahora vivían en un
antiguo palacete en la gran ciudad. Fue bonito, no lo niego, pero
dentro de mis responsabilidades no entraba aguantar las tonterías de
una muchachita de 17 años. La saludé cordialmente, como el
caballero que el año pasado Ana suponía que era. No obtuve ninguna
respuesta, tan solo una mirada llena de desdén y tristeza. ¿Había
un poco de odio? Mi orgullo me hacía pensar que sí. Entré al
ascensor y le di al último piso. Miré el móvil para hacer más
llevadera la espera hasta la abertura de las puertas de mi cueva
personal, a ver si tenía alguna llamada de cualquiera de los
acreedores con los que me tenía que reunir mañana. 0. Metí la
llave, lentamente, analizando cada movimiento, como si no fuera una
cosa que hiciera cada día a la misma hora. Desconecté la alarma:
39877. No se oía nada. Solo el ruido de la pecera que separaba un
pequeño muro de mi enorme salón, que le daba un poco de intimidad a
la cocina minimalista que cualquier ridículo decorador de interiores
con una prepotencia le había llevado a declarar su gusto por los
muebles, que no me hacían sentir solo en mi propia casa, mejor que
el mío. Ese silencio indicaba que la única mujer que entraba con
una regularidad en mi casa con toda la ropa puesta había acabado de
limpiar y se había ido a su casa con sus 200 euros semanales que le
llegaban para mantener a sus 3 hijos y sus dos perros. Dejé el
maletín en la mesa para 12 personas utilizada normalmente por una
sola y me dispuse a desnudarme para darme una ducha. Esa agua que
caía como lluvia, relajando todos mis músculos de mi cuerpo como
cada día. Me saludaba, se sentaba en mi cabeza y se dejaba caer por
cada curva de mi cuerpo, saboreándome entero, sin ningún pudor. Me
seco, miro a ver si tengo alguna llamada importante, cojo una cerveza
y alguna comida hecha que me ha dejado Carmen preparada en la nevera
y pongo las noticias. Me siento justo en el centro de mi gigantesco
sofá, para que no parezca tan grande ni yo tan solo.
“Nuestras
medidas de austeridad ayudarán a una reinversión de capital por
medio de los mercados asiáticos.”
-Nos
han jodido estos chinos con su dinero especulativo. – Me encanta
hablarle a la tele como si me entendiera.
Retiro
el plato sucio y me pongo la ropa deportiva para salir a correr mi
hora de carrera urbana diaria.
Mi
reloj electrónico nuevo me marca que mis pulsaciones son las
correctas. Llego a Poble Nou como todos los días. Giro hacia la
izquierda por la calle Pamplona y ¿me llevo un puñetazo en el
estómago? No sé si es peor la niebla con la que se te llenan los
ojos que te impide ver con claridad cualquier próximo ataque, o la
falta de aire de mis pulmones que te impide ejercer cualquier intento
de ponerte en pie para defenderte de otro golpe del adversario
extraño. Consigo tirarlo al suelo con la fuerza de todo mi cuerpo.
Sin dudarlo me abalanzo encima de él y empiezo a descargar un
recital de golpes en su cara. Empiezo a recuperar el aire y la vista
nítida. Es más, los pulmones se me llenan cada vez más de aire,
facilitando que mi furia fluya por todo mi cuerpo hasta mis puños.
Suelto un último golpe al darme cuenta que suplica por su vida entra
llantos de niño pequeño. Me incorporo, respiro hondo y lo miro,
sonriendo, disfrutando mi victoria como la mejor de todas. Le pego
una patada y continúo con mi carrera diaria. No para de venirme a la
mente la cara de ese pobre desgraciado y con ella llega la sensación
de satisfacción que me hacía sentirme vivo en ese momento y me
hacía olvidarme del dolor de mis nudillos por los disparos enviados
a la cara de aquel tipo. En ningún momento me sentía culpable por
lo que había hecho, es más, me sentía orgulloso. Era una sensación
extraña, un tipo de realización personal que le daba un poco de
sentido a mi rutina diaria. Llegué al ascensor y me fije en la
pequeña sonrisa que tenía en la cara. Me mire las manos y di un
grito. Qué placer. Aquella noche dormí como hacía años que no
dormía.
Repetí
el mismo procedimiento de girar hacia la izquierda por la calle
Pamplona el resto de semana. Buscando emocionado recibir un puñetazo
en el estómago, otra victoria y con ella, esa sensación que me
llevaba al clímax de la vida, pero nada. Cada vez que giraba y no
notaba ningún golpe en mi barriga me frenaba y me entraban ganas de
llorar. Eso significaba volver corriendo a 180 pulsaciones a mi vida
monótona y aburrida de siempre.
No
pasó una semana cuando decidí buscar una solución. Más bien que
una solución, decidí buscar otro puñetazo en cualquier parte de mi
cuerpo y lo tenía muy claro, si ellos no iban a venir a mí, yo iba
a ir a ellos. Durante varias semanas concurrí los peores barrios de
Barcelona, llenos de prostitutas que enseñaban sus cuerpos a cambio
de que cualquier matrimonio fracasado recurriera a ellas
desesperadamente a cambio de unos cuantos papeles de esos que mueven
el mundo ahora. Pero yo no, yo era diferente. Iba con traje, con mi
reloj dorado, y para mí, lo único que movía mi mundo eran aquellos
golpes que hacían diferente mi vida y le daban sentido.
No
siempre habían peleas obviamente. Algunos días no encontraba a
nadie que quisiera recibir y dar algunos golpes. Algunos días
solamente habían cuatro empujones y cinco amenazas. Pero, los días
que había eran los días que lloraba de felicidad cuando me
acostaba. Quizás también por el dolor, o quizás por la felicidad
de sentir aquel dolor. Quizás simplemente por sentir. Aquel
sentimiento me llenaba, me absorbía y me hacía olvidarme de lo solo
que estaba. Ahora tenía aquel dolor que me hacía compañía día y
noche, me acogía entre sus brazos negros y ásperos aunque la
sensación era de estar entre algodones. Fantástica, entretenida.
Así veía mi vida ahora, realmente diferente, no como un traje hecho
a medida, sino diferente sin presumir de ella. No quería compartir
mi sentimiento, era mío. Esa vida y esa satisfacción eran solo
mías. Yo me había creado ese mundo y yo iba a disfrutar de él.
A
los meses de que las peleas se convirtieran en mi vida y de llegar
cada noche con la camisa manchada de sangre y después de 3 huesos
rotos y 10 cicatrices más, un día que llegué a casa me encontré a
Carmen sentada en mi sofá, con una camisa mía entre las manos,
mostrándome una mancha de sangre con la intención de que a primera
vista me sintiera culpable de lo que estaba haciendo. Me fijé en su
mirada, tan triste como atemorizada, con sus peculiares ojos caídos
por el cansancio y la edad, acentuada por grandes arrugas que hacían
que apenas parecieran los ojos almendrados que debería de haber
tenido de joven. Su iris marrón parecía más claro aún por la
humedad que se hallaba en ellos. Parpadeaban despacio, cansados, como
su mirada.
Entré
y dejé mi maletín en la mesa. Tranquilo, esperando sus palabras con
parsimonia.
-No
sé dónde te estás metiendo, pero, sea donde sea no es bueno.
-Gracias
por preocuparte Carmen, pero es un asunto mucho más complejo para
que lo entiendas. –Me acerqué y le puse la mano en su hombro para
que se relajara, le quite la camisa poco a poco de sus manos y le di
un beso en la mejilla- Puedes irte, ya lavo yo esto.
No
dijo ninguna palabra, tan solo soltó una lágrima solitaria que
bajaba marcando y recorriendo cada arruga de su cara.
No
sabéis hasta qué punto las peleas se convirtieron en mi vida
entera. Faltaba días al trabajo porque no me podía ni levantar por
los golpes. Cojeaba por una operación de una reconstrucción de
rodilla que me tuvieron que hacer cuando me la destrozaron dos
rumanos en una pelea por haber llamado de todo a sus madres. Me
olvidaba de las cosas, quizás por algún golpe o quizás porque me
dejaba de interesar y preocupar por mi odiada rutina.
Empecé
a pelear con más de uno a la vez. Los golpes eran más intensos, la
sensación mayor y cuando ganaba, no os podéis ni imaginar lo que se
sentía. Lloraba luchando, a cada puñetazo, a cada grito y a cada
mordisco salía una lágrima. Esas lágrimas que me quitaban esa
angustia existencial que sentía meses atrás. Esas lágrimas que me
indicaban el camino de salida del laberinto de mi rutina. Me cogían
la mano cálidamente y me guiaban sonriéndome hacia la salida de ese
coma en el que sufría por la monotonía irreparable que tenía antes
aferrada a mi vida como cualquier hijo sigue a su padre.
Martes.
Llovía muchísimo, pero eso no me impidió salir en busca de mi
morfina diaria. Me recorrí las calles de Poble Nou buscando a
alguien que le quisiera dar sentido a mi vida. Vagué 2 horas
caminando, insultando pero sin ningún resultado. Decidí volver a
casa decepcionado, sin ningún moratón más el cual mirar y sentir
cada vez que me lo tocara, recordando la emoción vivida la noche
anterior. Iluso yo, que pensaba que esa noche iba a volver a casa.
De
repente, volviendo con las manos en los bolsillos, me oí un grito
que venía de detrás de mí. Me giré y vi a los dos rumanos a los
que le pegué una paliza haría unos días con 3 hombres más. Les
sonreí y les pregunté qué tal llevaban los golpes que les di, si
los habían disfrutado tanto como yo los suyos. Empezaron a
chillarme, a decirme que estaba loco. Uno incluso me dijo que me iba
a matar. Me reí, tiré mi cigarro y le hundí mi puño en toda su
mandíbula. Me puse cara a cara con uno, suponiendo que íbamos a
enzarzarnos en una pela pero desconcertado recibí puñetazos por la
espalda. Me giré y vi a los 3 amigos de los rumanos dándome golpes,
les sonreí, pensando que ellos también querían jugar a sentirse
vivos. Entonces empezaron los 5 extranjeros a pegarme sin cesar,
notaba los golpes, las ondas que rebotaban en mi piel. Caí al suelo
por un golpe en la rodilla operada. Notaba mis músculos desfallecer
uno a uno con cada golpe. Me iban dando las buenas noches eternas a
cada puñalada. Yo los miraba, como encolerizados descargaban su
rabia en mi estómago. Unos con las manos, otros con las piernas. Yo
sonreía, todo pasaba a cámara lenta.
Cambiábamos
de escenario, ya no estábamos en aquel callejón recogido. Estábamos
en mi despacho, con mi jefe repartiendo informes, echando el puro por
haber perdido acciones. Luego en mi casa vacía, sin ningún mueble.
Pasamos por todos aquellos sitios que me estaban matando por dentro
poco a poco, los que reducían mi vida a cuatro horarios, un Rolex y
un ático en pleno centro de Barcelona. Vi a Carmen llorando en mi
funeral. Vi a Ana, y con ella, abrazándola mi intento de hacer mi
vida más interesante aprovechándome de ella. Me vi a mí, en el
metro, con mi maletín, sin expresión alguna. Tan vacío todo como
la vida que tenía antes. Descubrí que no echaba de menos la vida,
que quería su destrucción, acabar con ella como ella estaba
acabando conmigo hacía unos meses. La cogía de la cabeza y la
aplastaba contra el bordillo de una acera.
Una
tos sanguinolenta me llevó de nuevo al callejón. Vi la escena, como
si fuera un mero espectador que pasaba por ahí. Vi como moría a
manos de 5 inmigrantes resentidos por una derrota.
Lloré,
lloré como nunca había llorado nunca. Las lágrimas entraban en mi
boca recorriendo la forma de mi sonrisa. Esa sonrisa que me explicaba
suavemente al oído que aquella era mi gran victoria. La mejor de
todas, la que más beneficio me traía.
Abracé
el asesinato de mi vida monótona con tranquilidad, llevándolo
conmigo hacia ninguna parte. Indicándole a mi rutina que ella y yo
debíamos retirarnos. Mi papel era aquel, destruir al monstruo
estético que me asesinaba anímicamente.
Mi
gran victoria venía cogida de la mano de mi muerte. Sonriéndome,
abrazándome.
Aitana Gisbert
1er Bachillerat