dijous, 29 de maig del 2014

Mi victoria es la mejor amiga de mi muerte


Llevo meses en un coma profundo. No es un coma cualquiera: Soy casi consciente de mis actos, de lo que me rodea y de lo que siento. Casi. A mi alrededor sucede una infinidad de cosas que puedo percibir, pero me son totalmente ajenas. Es como si viese la realidad desde una pantalla. Como si supiese que me hallo dentro de una caverna platónica y que la realidad está más allá, pero no sé salir. Estoy dentro de un laberinto de espejos que reflejan un rostro horrible, demacrado, anestesiado y perdido. 
No sé por qué me siento así, por lo que no sé cómo abrirme paso y salir de aquí. Ahora, lo único que veo es un traje de 600 euros hecho a medida en la típica tiendecita que te encuentras en el centro de la ciudad, en la que Giovanni, un viejo arrugado que con la intención de hacernos creer únicos nos toma medidas a cambio de unos cuantos cientos de euros para proporcionarnos el privilegio de tener algo que no tienen los demás. Tan selecto. Las piernas, formando un perfecto ángulo de 90 grados las cuales acaban en dos mocasines negros. Esos mocasines que quizás llevan más crema de la necesaria, por las prisas de llegar tarde a una reunión imagino. Justo al lado, a menos de 20 centímetros, un maletín de cuero negro. Ni muy grande ni muy pequeño. Seguramente lleno de papeles innecesarios. Si fuera un niño, con su inocencia, pensaría que aquel tipo sería un espía y que en aquel maletín lleva seguramente algún artilugio que le ayudaría a detener al malhechor que intenta llevar el mal a la tierra. Pero no, no soy un niño. Soy ese tipo. Ese reflejo medio borroso en la ventana que llevo analizando desde que me senté en el asiento del metro hace minutos. Exceptuando esas veces que ha pasado un pobre pidiendo alguna limosna por el espectáculo que acababa de hacer, mostrando su arte lleno de vergüenza y desesperación. Lo sigo mirando. Su pelo, perfectamente recortado y lleno de gomina, sin ninguna greña fuera de su lugar que distorsione el equilibrio de elegancia que transportaba indiferente encima de sus hombros. Me fijo más aún. No tiene ninguna cana ¿verdad? Un afortunado. Su cara seria, sobria, no muestra ningún tipo de sentimiento hacia lo que está viviendo. Parece un tipo duro, un ganador. Me mira fijamente sin despegar ni un solo segundo sus ojos de mis pupilas. Perfectamente silencioso me analiza, igual que hacía yo con él. Su mirada inquebrantable no dejaba pasar los juicios de los demás, era invencible, esa seguridad que desprendía era como una bestia capaz de arrasar con cualquiera que se le pusiera por delante sin ningún tipo de miramiento ni ninguna intencionalidad. Era su trabajo. Lucha, pero no puede conmigo. Sé qué siente, sé qué piensa. Sé cómo destruir el muro fortificado que me prohíbe saber cómo es. Sé quién es. Soy yo.
“Próxima parada Passeig de Gràcia, enlace con la línea 2, la línea 5 y cercanías.”
Maldita mujer del metro, siempre despertándome de mis sueños efímeros con su voz tan excesivamente relajada e inhumana que me encolerizaba.
Volví a mirar hacia la ventana, ya no estaba. Se había marchado con el mismo silencio con el que había venido. Tan solo había sido necesario un parpadeo. Clic. Y se fue.
Los pitidos del metro me advertían que me quedaban menos de 5 segundos para aprovechar la oportunidad de bajarme en esa parada. No me iban a dar una segunda oportunidad. Ellos no entendían de segundas oportunidades. No entendían de individualismo. No les intimidaba mi traje de 600 euros. No entendían de estamentos. Solo entendían que en menos de 5 segundos iban a silenciarse para dejar sonar el ruido de las puertas del metro cerrándose. Estaban programados para ello, sin importar que yo necesitara bajar en esa parada. Tan solo 5 segundos y ya había malgastado 2 filosofando.
Me apresuré a salir antes de que esos pitidos enmudecieran. Creo que noté que las puertas hacían que algún mechón de mi pelo se saliera de su riguroso sitio impuesto por cantidades inmundas de gomina. Tomé mi camino después de mirar la hora en mi Rolex dorado. Era la misma que en el reloj de la estación que milésimas de segundo antes había mirado pero debía sacar el oro a relucir. Era más bonita la hora indicada por 20 quilates.
Me acerqué a las escaleras mecánicas, llenas de turistas. Inútiles, para qué engañarnos. ¿Qué necesidad tendrán de ocupar las escaleras enteras? ¿No les enseñaron a ir en fila de pequeños? Como siempre, acabo subiendo gracias a mi inercia por las escaleras normales. Todo hay que decirlo, mi entrenamiento semanal de 9 horas en el gimnasio me permitía subirlas corriendo sin soltar la mínima gota de sudor que pudiera desprestigiar mi traje rebosante de elegancia. Mientras subía me hacía a la idea que como cada día, iba a salir de fondo en alguna foto que estos lobos sedientos de recuerdos con los cuales presumir cuando lleguen a su lugar de origen tomaban con cámaras digitales de una calidad pésima o verdaderas maquinarias faraónicas de la fotografía. Giré hacia la derecha. Me salté el semáforo en rojo. No podía perder tiempo ahora que ya no tenía un horario establecido por un jefe incompetente. Crucé cuatro manzanas y me dispuse a abrir la puerta deseando no cruzarme con cualquier vecino el cual pretenda fingir que le interesa mi vida. Desgraciadamente así fue, y qué casualidad me deparaba en este momento el destino. Se abre el ascensor y dos ojos enormes azules me escanean desde mis mocasines hasta mi sonrisa blanca digna de cualquier Don Juan. Conforme iba subiendo la angustia en su cara iba asomando. De verdad, esa chiquilla me llevó unos meses loco detrás de ella. Ahora Ana era más un trofeo el cual guardas en las mejores de tus vitrinas y limpias de vez en cuando para que continúe recordándote. Tuve ciertos encuentros el año pasado con aquella hija consentida de un matrimonio de viejos empresarios de la zona de Rubí, que se enriquecieron en la posguerra y ahora vivían en un antiguo palacete en la gran ciudad. Fue bonito, no lo niego, pero dentro de mis responsabilidades no entraba aguantar las tonterías de una muchachita de 17 años. La saludé cordialmente, como el caballero que el año pasado Ana suponía que era. No obtuve ninguna respuesta, tan solo una mirada llena de desdén y tristeza. ¿Había un poco de odio? Mi orgullo me hacía pensar que sí. Entré al ascensor y le di al último piso. Miré el móvil para hacer más llevadera la espera hasta la abertura de las puertas de mi cueva personal, a ver si tenía alguna llamada de cualquiera de los acreedores con los que me tenía que reunir mañana. 0. Metí la llave, lentamente, analizando cada movimiento, como si no fuera una cosa que hiciera cada día a la misma hora. Desconecté la alarma: 39877. No se oía nada. Solo el ruido de la pecera que separaba un pequeño muro de mi enorme salón, que le daba un poco de intimidad a la cocina minimalista que cualquier ridículo decorador de interiores con una prepotencia le había llevado a declarar su gusto por los muebles, que no me hacían sentir solo en mi propia casa, mejor que el mío. Ese silencio indicaba que la única mujer que entraba con una regularidad en mi casa con toda la ropa puesta había acabado de limpiar y se había ido a su casa con sus 200 euros semanales que le llegaban para mantener a sus 3 hijos y sus dos perros. Dejé el maletín en la mesa para 12 personas utilizada normalmente por una sola y me dispuse a desnudarme para darme una ducha. Esa agua que caía como lluvia, relajando todos mis músculos de mi cuerpo como cada día. Me saludaba, se sentaba en mi cabeza y se dejaba caer por cada curva de mi cuerpo, saboreándome entero, sin ningún pudor. Me seco, miro a ver si tengo alguna llamada importante, cojo una cerveza y alguna comida hecha que me ha dejado Carmen preparada en la nevera y pongo las noticias. Me siento justo en el centro de mi gigantesco sofá, para que no parezca tan grande ni yo tan solo.
“Nuestras medidas de austeridad ayudarán a una reinversión de capital por medio de los mercados asiáticos.”
-Nos han jodido estos chinos con su dinero especulativo. – Me encanta hablarle a la tele como si me entendiera.
Retiro el plato sucio y me pongo la ropa deportiva para salir a correr mi hora de carrera urbana diaria.
Mi reloj electrónico nuevo me marca que mis pulsaciones son las correctas. Llego a Poble Nou como todos los días. Giro hacia la izquierda por la calle Pamplona y ¿me llevo un puñetazo en el estómago? No sé si es peor la niebla con la que se te llenan los ojos que te impide ver con claridad cualquier próximo ataque, o la falta de aire de mis pulmones que te impide ejercer cualquier intento de ponerte en pie para defenderte de otro golpe del adversario extraño. Consigo tirarlo al suelo con la fuerza de todo mi cuerpo. Sin dudarlo me abalanzo encima de él y empiezo a descargar un recital de golpes en su cara. Empiezo a recuperar el aire y la vista nítida. Es más, los pulmones se me llenan cada vez más de aire, facilitando que mi furia fluya por todo mi cuerpo hasta mis puños. Suelto un último golpe al darme cuenta que suplica por su vida entra llantos de niño pequeño. Me incorporo, respiro hondo y lo miro, sonriendo, disfrutando mi victoria como la mejor de todas. Le pego una patada y continúo con mi carrera diaria. No para de venirme a la mente la cara de ese pobre desgraciado y con ella llega la sensación de satisfacción que me hacía sentirme vivo en ese momento y me hacía olvidarme del dolor de mis nudillos por los disparos enviados a la cara de aquel tipo. En ningún momento me sentía culpable por lo que había hecho, es más, me sentía orgulloso. Era una sensación extraña, un tipo de realización personal que le daba un poco de sentido a mi rutina diaria. Llegué al ascensor y me fije en la pequeña sonrisa que tenía en la cara. Me mire las manos y di un grito. Qué placer. Aquella noche dormí como hacía años que no dormía.
Repetí el mismo procedimiento de girar hacia la izquierda por la calle Pamplona el resto de semana. Buscando emocionado recibir un puñetazo en el estómago, otra victoria y con ella, esa sensación que me llevaba al clímax de la vida, pero nada. Cada vez que giraba y no notaba ningún golpe en mi barriga me frenaba y me entraban ganas de llorar. Eso significaba volver corriendo a 180 pulsaciones a mi vida monótona y aburrida de siempre.
No pasó una semana cuando decidí buscar una solución. Más bien que una solución, decidí buscar otro puñetazo en cualquier parte de mi cuerpo y lo tenía muy claro, si ellos no iban a venir a mí, yo iba a ir a ellos. Durante varias semanas concurrí los peores barrios de Barcelona, llenos de prostitutas que enseñaban sus cuerpos a cambio de que cualquier matrimonio fracasado recurriera a ellas desesperadamente a cambio de unos cuantos papeles de esos que mueven el mundo ahora. Pero yo no, yo era diferente. Iba con traje, con mi reloj dorado, y para mí, lo único que movía mi mundo eran aquellos golpes que hacían diferente mi vida y le daban sentido.
No siempre habían peleas obviamente. Algunos días no encontraba a nadie que quisiera recibir y dar algunos golpes. Algunos días solamente habían cuatro empujones y cinco amenazas. Pero, los días que había eran los días que lloraba de felicidad cuando me acostaba. Quizás también por el dolor, o quizás por la felicidad de sentir aquel dolor. Quizás simplemente por sentir. Aquel sentimiento me llenaba, me absorbía y me hacía olvidarme de lo solo que estaba. Ahora tenía aquel dolor que me hacía compañía día y noche, me acogía entre sus brazos negros y ásperos aunque la sensación era de estar entre algodones. Fantástica, entretenida. Así veía mi vida ahora, realmente diferente, no como un traje hecho a medida, sino diferente sin presumir de ella. No quería compartir mi sentimiento, era mío. Esa vida y esa satisfacción eran solo mías. Yo me había creado ese mundo y yo iba a disfrutar de él.
A los meses de que las peleas se convirtieran en mi vida y de llegar cada noche con la camisa manchada de sangre y después de 3 huesos rotos y 10 cicatrices más, un día que llegué a casa me encontré a Carmen sentada en mi sofá, con una camisa mía entre las manos, mostrándome una mancha de sangre con la intención de que a primera vista me sintiera culpable de lo que estaba haciendo. Me fijé en su mirada, tan triste como atemorizada, con sus peculiares ojos caídos por el cansancio y la edad, acentuada por grandes arrugas que hacían que apenas parecieran los ojos almendrados que debería de haber tenido de joven. Su iris marrón parecía más claro aún por la humedad que se hallaba en ellos. Parpadeaban despacio, cansados, como su mirada.
Entré y dejé mi maletín en la mesa. Tranquilo, esperando sus palabras con parsimonia.
-No sé dónde te estás metiendo, pero, sea donde sea no es bueno.
-Gracias por preocuparte Carmen, pero es un asunto mucho más complejo para que lo entiendas. –Me acerqué y le puse la mano en su hombro para que se relajara, le quite la camisa poco a poco de sus manos y le di un beso en la mejilla- Puedes irte, ya lavo yo esto.
No dijo ninguna palabra, tan solo soltó una lágrima solitaria que bajaba marcando y recorriendo cada arruga de su cara.
No sabéis hasta qué punto las peleas se convirtieron en mi vida entera. Faltaba días al trabajo porque no me podía ni levantar por los golpes. Cojeaba por una operación de una reconstrucción de rodilla que me tuvieron que hacer cuando me la destrozaron dos rumanos en una pelea por haber llamado de todo a sus madres. Me olvidaba de las cosas, quizás por algún golpe o quizás porque me dejaba de interesar y preocupar por mi odiada rutina.
Empecé a pelear con más de uno a la vez. Los golpes eran más intensos, la sensación mayor y cuando ganaba, no os podéis ni imaginar lo que se sentía. Lloraba luchando, a cada puñetazo, a cada grito y a cada mordisco salía una lágrima. Esas lágrimas que me quitaban esa angustia existencial que sentía meses atrás. Esas lágrimas que me indicaban el camino de salida del laberinto de mi rutina. Me cogían la mano cálidamente y me guiaban sonriéndome hacia la salida de ese coma en el que sufría por la monotonía irreparable que tenía antes aferrada a mi vida como cualquier hijo sigue a su padre.
Martes. Llovía muchísimo, pero eso no me impidió salir en busca de mi morfina diaria. Me recorrí las calles de Poble Nou buscando a alguien que le quisiera dar sentido a mi vida. Vagué 2 horas caminando, insultando pero sin ningún resultado. Decidí volver a casa decepcionado, sin ningún moratón más el cual mirar y sentir cada vez que me lo tocara, recordando la emoción vivida la noche anterior. Iluso yo, que pensaba que esa noche iba a volver a casa.
De repente, volviendo con las manos en los bolsillos, me oí un grito que venía de detrás de mí. Me giré y vi a los dos rumanos a los que le pegué una paliza haría unos días con 3 hombres más. Les sonreí y les pregunté qué tal llevaban los golpes que les di, si los habían disfrutado tanto como yo los suyos. Empezaron a chillarme, a decirme que estaba loco. Uno incluso me dijo que me iba a matar. Me reí, tiré mi cigarro y le hundí mi puño en toda su mandíbula. Me puse cara a cara con uno, suponiendo que íbamos a enzarzarnos en una pela pero desconcertado recibí puñetazos por la espalda. Me giré y vi a los 3 amigos de los rumanos dándome golpes, les sonreí, pensando que ellos también querían jugar a sentirse vivos. Entonces empezaron los 5 extranjeros a pegarme sin cesar, notaba los golpes, las ondas que rebotaban en mi piel. Caí al suelo por un golpe en la rodilla operada. Notaba mis músculos desfallecer uno a uno con cada golpe. Me iban dando las buenas noches eternas a cada puñalada. Yo los miraba, como encolerizados descargaban su rabia en mi estómago. Unos con las manos, otros con las piernas. Yo sonreía, todo pasaba a cámara lenta.
Cambiábamos de escenario, ya no estábamos en aquel callejón recogido. Estábamos en mi despacho, con mi jefe repartiendo informes, echando el puro por haber perdido acciones. Luego en mi casa vacía, sin ningún mueble. Pasamos por todos aquellos sitios que me estaban matando por dentro poco a poco, los que reducían mi vida a cuatro horarios, un Rolex y un ático en pleno centro de Barcelona. Vi a Carmen llorando en mi funeral. Vi a Ana, y con ella, abrazándola mi intento de hacer mi vida más interesante aprovechándome de ella. Me vi a mí, en el metro, con mi maletín, sin expresión alguna. Tan vacío todo como la vida que tenía antes. Descubrí que no echaba de menos la vida, que quería su destrucción, acabar con ella como ella estaba acabando conmigo hacía unos meses. La cogía de la cabeza y la aplastaba contra el bordillo de una acera.
Una tos sanguinolenta me llevó de nuevo al callejón. Vi la escena, como si fuera un mero espectador que pasaba por ahí. Vi como moría a manos de 5 inmigrantes resentidos por una derrota.
Lloré, lloré como nunca había llorado nunca. Las lágrimas entraban en mi boca recorriendo la forma de mi sonrisa. Esa sonrisa que me explicaba suavemente al oído que aquella era mi gran victoria. La mejor de todas, la que más beneficio me traía.
Abracé el asesinato de mi vida monótona con tranquilidad, llevándolo conmigo hacia ninguna parte. Indicándole a mi rutina que ella y yo debíamos retirarnos. Mi papel era aquel, destruir al monstruo estético que me asesinaba anímicamente.
Mi gran victoria venía cogida de la mano de mi muerte. Sonriéndome, abrazándome. 

Aitana Gisbert
1er Bachillerat