Acordes de jazz ahogados, un charlestón animado que contrastaba con
la desvaída escena de la que era banda sonora. El rostro de Marcel
parecía alargarse, mientras su mirada vacía se perdía en algún
lugar del horizonte roto por azoteas y chimeneas, al tiempo que el
sol amanecía sobre París. El hombre permanecía inmóvil, tal vez
pensaba o tal vez soñaba despierto. Si no fuera por el mecánico
movimiento de su muñeca que removía con una cucharilla oxidada el
té frío de limón, podría haber sido una adecuada réplica de Le
penseur, de Rodin. Marcel cambió de expresión sólo cuando la
puerta de la buhardilla chirrió, dejando entrar a un hombre, alto y
de apariencia joven, que llevaba a un alegre Beagle sujeto
por una correa. El perro se adelantó a su amo y fue a refregarse en
las piernas de Marcel.
-Hola, Quentin, amigo.-
una sonrisa triste se dibujó en la cara de Marcel, al tiempo que se
levantaba de la silla junto a la ventana, desde la cual había estado
contemplando la ciudad.- Elliot.
Los dos hombres encajaron
las manos a modo de saludo. Elliot era un hombre alto, bien vestido y
bastante agraciado. El pelo corto y castaño peinado hacia atrás con
brillantina, sin bigote ni perilla; unas cejas finas enmarcaban su
mirada sagaz de ojos negros, separados por una nariz un tanto
aguileña pero discreta, que daba paso a una boca de labios delgados
que a menudo formaban medias lunas blanquísimas. Aquella mañana,
como de costumbre, vestía una camisa de algodón blanca, chaleco
corto gris, pantalones rectos a conjunto del chaleco y con la parte
inferior vuelta, mostrando los calcetines granate. Unos mocasines
negros de charol y una chaqueta de traje corta, de talle alto,
completaban la indumentaria de Elliot. Era un hombre alegre,
excéntrico, con múltiples bromas e ironías en la punta de la
lengua, optimista; encarnaba al modelo de joven de los años 20 que
bailaba el charlestón, bebía whisky, se reunía con sus amigos en
los bares de Montmartre y celebraba interminables fiestas que duraban
hasta el amanecer.
-¡Buenos días Marcel!
Venga hombre, los ánimos arriba. ¿Por qué esa cara tan larga?-
Elliot estaba dispuesto a romper el silencio y la monotonía de la
buhardilla de Marcel.- Te traigo el periódico de hoy, ¿lo has
leído? ¡Claro que no! Lo acabo de comprar, la primera tirada del
día, ¡noticias frescas! Aún huele a tinta, ¡huele!
Marcel se vio obligado a
aspirar el olor a tinta del periódico que su amigo le acababa de
estampar en la cara.
-¿Tanto te alegras por
haber comprado el primer periódico del día?- inquirió, sarcástico,
Marcel.
-No hombre, no. Lee el
titular que viene en portada, ¡lee!
-“Se hace público el
castigo para la nación alemana”- leyó Marcel en voz alta.
-¡Muy bien! ¿Ves amigo?
Por fin esos desalmados tienen su merecido, les quitan las armas y
les limitan las fuerzas militares. ¡Esto está cambiando, viene un
mundo mejor, créeme!
-Buenas noticias me
traes, Elliot...
-Buenísimas.-interrumpió
el pianista, pues Elliot era pianista.
-Ya, pero ¿quieres saber
por qué tengo esta cara tan larga?
-Lo sé, son las
consecuencias de estar de fiesta en casa de Dimitri hasta las cinco
de la mañana.- rio Elliot.
-Qué va, me fui tocada
la medianoche. Es por Liz, se vuelve a Estados Unidos con su familia.
-Vaya... Ahora que vienen
tiempos mejores se marcha.
-Claro, ese es justamente
el motivo: ahora su padre ha montado una barbería, parece que todo
les va bien allí también. Su madre ha abierto un taller de costura
y quiere que Elizabeth esté con ella... En fin, que el amor de mi
vida cogerá un tren esta tarde, luego embarcará en un
transatlántico y ya no le veré más. ¿Qué te parece, amigo? Todos
tan repentinamente eufóricos con el fin de la guerra y yo tan
triste.- Marcel volvió a su silla junto a la ventana, adquiriendo un
aire melancólico junto a su té frío de limón.
-Me parece que eres un
exagerado, no digas que es el amor de tu vida, aún no has vivido
bastante. Y si tanto la quieres, vete con ella. ¿Qué te retiene
aquí?
-París es mi ciudad.-
dijo simplemente Marcel.
-¡Buenísimos días a
todo el mundo!- Henri, irrumpió en la estancia estruendosamente.
-Cállate loco, vas a
despertar a Liz.-le reprendió Marcel.
-Lo siento, no sabía que
estaba durmiendo.
-Yo no sabía que estaba
aquí, ¿y si nos ha oído?- habló Elliot, ahora en susurros.
-Qué va, no te
preocupes. ¿Qué haces aquí tan pronto, Henri?
-¡Acabo de terminar mi
segunda obra maestra!- Henri volvió a alzar la voz sin darse cuenta.
Él era pintor, fiel al nuevo movimiento surrealista.-Traigo huevos y
café colombiano. Seguro que aún no habéis desayunado.-añadió
fijándose en la solitaria taza de té que reposaba en el alféizar
de la ventana.
-Enhorabuena, y haz el
favor de bajar la voz...
-Ya no hace falta, ya
podéis gritar como locos si queréis. Buenos días.- Liz salió de
la pequeña habitación que les servía a Marcel y a ella de
dormitorio, en el que un viejo colchón de trapo acunaba su sueño.
-Buenos días, seguro que
te apetece una buena taza de café de Colombia, ¿verdad?- ofreció
Henri y, sin esperar respuesta, puso la cafetera de émbolo al
fuego.- Haré tortilla también. ¡Un buen desayuno augura siempre un
gran día!
Los tres individuos
tomaron asiento en unas esqueléticas sillas de madera y desayunaron
sobre sus muslos, pues no había mesa alguna en la escueta
buhardilla.
Aquella era la vivienda
de Marcel y Liz, en el último piso de un edificio en la colina de
Montmartre, aquella buhardilla con una habitación sin puerta y la
estancia principal, de decoración minimalista pues las paredes de
ladrillo rojo permanecían desnudas y la luz entraba por la única
ventana sobre el alféizar de la cual se congelaba el té de limón
que nadie bebería. Aparte de las cuatro sillas, estaba la tímida
cocina compuesta de una encimera y fuego de gas; había un fregadero
bajo un espejo circular que hacía las veces de tocador; y un diván
de cuero desgastado, al que se le salían las entrañas. Finalmente,
varios montones de papeles y cuartillas esparcidos en una esquina
sobre el suelo, completaban el cuadro. Marcel era poeta. Henri y él
formaban parte del grupo de bohemios con los que se juntaba Elliot,
el pianista rico al que no le faltaba de nada en su piso de
Montparnasse. De vez en cuando, Elliot se dedicaba a respaldar a sus
amigos artistas, les patrocinaba y les prestaba dinero sin esperar
que éste le fuese devuelto.
Al terminar de saborear
el último sorbo de aquel café que les supo a gloria, Elliot se
dispuso a marcharse:
-Bueno amigos, me voy a
dar de comer a las palomas de Monceau.
-Espera, Elliot, me voy
contigo. Me apetece pasear. -dijo, ante la sorpresa de Marcel, Liz.
-Pero pensaba que
querrías pasar tu último día aquí conmigo, ¡es nuestro último
día juntos! -Marcel se desesperaba ante la indiferencia de su novia
frente a su inminente marcha.
-Hablas como si me fuese
a morir, ¡qué dramáticos y exagerados sois los poetas! -se quejó
ella-Además, me apetece pasear del brazo de un hombre elegante que
sabe tratar a las damas como tal.-añadió con fingida coquetería,
todos rieron excepto Marcel, que se tomó la broma muy en serio.
Cuando Liz estuvo lista
para salir, adornada con sombra de ojos verde, las mejillas rosadas y
los labios rojos, un vestido corto y una corona de reina flapper
-las flappers eran chicas que llevaban un nuevo estilo de
vida, con el pelo corto, maquillaje exagerado, que escuchaban y
bailaban jazz, poco convencionales, propias de la década de 1920.-
con forma de sombrero Cloche, Elliot, su perro Quentin, y ella
salieron por la puerta. Siguiendo la cadena de bulevares parisinos,
con eslabones como el boulevard de Clichy, el de Batignolles o el de
Courcelles, llegaron al gran parque Monceau. El curioso trío entró
en un escenario cuyo atrezo eran estanques, invernaderos, lujosos
palacetes de estilo barroco, se trataba de un jardín rebosante de
vida, de verde y de optimismo. Tomaron asiento en un banco junto a
uno de los estanques y se limitaron a disfrutar del sol y del buen
tiempo.
-¿Dónde están tus
palomas, querido Elliot?
-Al ver que venía con
una mujer tan bonita como tú, se han ofendido y no han querido salir
de su hormiguero.
-¡Pero qué cosas
dices!- rio Liz.
-Así que te marchas esta
misma tarde, eh...-Elliot abordó el motivo que alargaba de manera
preocupante la cara de su amigo.
-Sí, el tren sale a las
cuatro.
-¿Estás segura de que
quieres irte? ¿Abandonar ésta fiesta?- preguntó Elliot,
refiriéndose a la ciudad de París.
-Sí, verás cuando
recibí la noticia de que tenía que irme me sentí triste por
Marcel, pero la verdad es que ahora cuento los minutos que me quedan
para estar de vuelta con mi familia. Marcel ha perdido su magia para
mí ¿entiendes? Ya no soy yo la musa que le inspira, ya no estamos
tan enamorados como al principio y cada vez veo más imposible el
sueño que tenía de formar una familia estable junto a él. Parece
que tiene planeado ser bohemio toda la vida, ¿tú crees que así se
puede llevar una vida estable? Cualquier día le cogerá una gripe
fuerte y se morirá entre su montón de cuartillas y polvo.
-Entiendo, pero él me ha
dicho hoy mismo que tú eres el amor de su vida...-sugirió Elliot.
-¡Y un cuerno! El amor
de su vida es París y la poesía, y el vino barato últimamente. No
nos engañemos, cuando llegué aquí antes de que empezara la guerra
y le conocí, había algo entre nosotros, la chispa, ese amor de los
primeros días. Ese amor enfermizo, todo risas, todo coqueteo, ese
amor que no es amor. Pero con el tiempo, en una relación pueden
ocurrir dos cosas: o que el enamoramiento ese que te digo se
convierta en amar a la pareja y formar un proyecto de vida juntos; o
que se vaya apagando la chispa, sin más, y ninguno de los dos sepa
mantener la relación viva. En mi caso ha ocurrido lo segundo.
-Hablas como si fueras
una experta en el amor o algo así. ¿Qué sabes tú de sentimientos,
si no has pasado de los 30?
-Dime, ¿qué sabes tú?-
replicó Liz.
-Que mi mejor amigo está
al borde del suicidio.
-¡Venga ya! No exageres.
Me olvidará en cuestión de meses y encontrará a otra. Nadie sabe
nada de emociones ni de sentimientos, pero he intentado explicarte
que ya no le quiero. ¡Eso es! ¡No le quiero! ¡No quiero a un pobre
cuervo de buhardilla! Ya lo he dicho... Ya está. Eso es y punto.-
Liz parecía satisfecha de haberse desahogado.- Se acabó.
-Bah, tienes razón.-ambos
apartaron la vista, era triste aceptar cuando algo bueno se acaba.
-No le digas a Marcel
esto, aunque no le quiera, le tengo cariño y no quisiera que se
amargara más aún.- con esta conclusión deshicieron sus pasos y
volvieron a Montmartre.
-¿Piensas despedirte de
él?
-No, ¿podrías recoger
mi maleta y dármela? No me apetece subir.- dijo Liz, la
determinación que tenía momentos antes parecía haberse debilitado
y era evidente que le causaba tristeza abandonar aquella vida.
Aquella noche, Henri,
Marcel y Elliot fueron al Moulin Rouge y luego fueron a casa de
Dimitri, su otro amigo escultor, que cerraba el grupo de bohemios.
Frecuentaban su casa, no porque fuese lujosa o la mejor de todas,
sino porque era un local bajo de un edificio cuyos vecinos gatunos no
se quejaban de la música alta hasta el amanecer. Allí, Marcel tiñó
sus penas de tonos burdeos. Vino de garrafón, un gramófono que
andaba a trompicones sobre vinilos de King Oliver y algunas chicas
que conocían los bohemios en sus noches de fiesta en fiesta,
acompañaron a los chicos hasta altas horas de la madrugada.
Elliot le había
comentado a Marcel la idea de trasladarse a su casa en Montparnasse,
pues había espacio suficiente para ambos, y así Marcel se sentiría
acompañado. Éste aceptó su invitación. Acordaron que, aunque
compartían vivienda, eran independientes el uno del otro, así no
habría conflictos. Elliot le dijo a Marcel que tenía total libertad
para entrar y salir de casa cuando le viniese en gana. La única
condición que le impuso, era que no podía quejarse si Elliot se
pasaba la noche o el día entero tocando el piano.
Así, tras pasar algunas
semanas, los primeros timbres de la sinfonía 9º de Beethoven
despertaron a Marcel una mañana como otra cualquiera. El poeta
siguió con sus poemas y el pianista salió a dar de comer a las
palomas de Monceau. Todos los días, sin excepción, Elliot iba al
parque con Quentin y se sentaba en un banco con alpiste y pasaba la
mañana envuelto en plumas. Y, por las noches, el pianista se rodeaba
de artistas, los Fitzgerald le invitaban a sus fiestas, y las risas
etílicas se acompañaban de cualquier charlestón infinito.
Una tarde, Henri invitó
a los bohemios a su casa diciéndoles que les tenía preparada una
sorpresa. “Mi mejor cuadro, sin duda”, les había dicho. Así
pues, Elliot se dirigió a la azotea de la rue Lepic en Montmartre en
la que Henri plasmaba sobre lienzo sus delirios. Marcel fue con él,
también Dimitri. Poco antes de que el sol cayese por completo, tres
pares de ojos perdían la capacidad de parpadear ante una multitud de
vedettes con rostros de animales exóticos que se sumergían en copas
de champagne, mientras una banda de jazz compuesta de hormigas
gigantes animaba el baño desde un segundo plano. Henri les mostraba,
visiblemente contento, su obra más reciente.
-La técnica es limpia,
no hay una pincelada de más y los límites de las figuras se marcan
muy bien con los contrastes de sombra y luz.- apuntó Dimitri.
-Curioso.- se limitó a
decir Marcel.
-¿Qué opinas tú
Elliot?- inquirió Henri.
-Puede interpretarse como
una caricatura de la noche parisina, tal vez.-respondió Elliot,
sonriendo.
Así, improvisaron unos
tentempiés en la misma terraza de la azotea que les sirvieron de
cena. Durante la sobremesa charlaron sobre arte, sobre artistas
emergentes, filosofaron sobre el paso del tiempo, el nombre de alguna
Sophie se coló en la conversación y Henri se deshacía
describiendo la obra de un surrealista español. Las doce campanadas
de algún campanario pusieron fin a la reunión. A pie de calle, la
lluvia recibió a Elliot y Marcel. La lluvia era fina por el momento,
agradable al contacto con la piel seca. Las luces anaranjadas de los
faroles se difuminaban tras la cortina de niebla baja, aunque no
espesa, y la calle parecía una fotografía en tonos sepia.
-Ha sido interesante la
tertulia de hoy, ¿eh?- empezó Marcel.
-Sí.- Elliot siguió
caminando en silencio, meditando. Se oían gritos apagados y música
que provenían, seguramente, de los bares que a aquellas horas
empezaban a llenarse.
-Dime Marcel, ¿crees que
el tiempo existe o es una ilusión?
-Existe.
-¿Por qué? ¿Qué
pruebas tienes? Escucha, el tiempo es un concepto que inventó el ser
humano en algún momento de la historia, para organizar su
existencia. Si, al igual que cualquier concepto abstracto, ha sido
pensado por el hombre, ¿no es en cierto modo una ilusión?
-Posiblemente, pero
dependemos del tiempo: el tiempo rige nuestra rutina
inevitablemente.- respondió Marcel.
-Lo sé. Es triste, visto
así, no somos libres. Siempre tendremos el límite
temporal.-reflexionó Elliot. Marcel asintió.
Siguieron su camino, la
lluvia cobraba consistencia a cada paso. Las gotas resbalaban por el
ala del sombrero de fieltro de Elliot y llegaban a las solapas de su
chaqueta, donde empezaban su carrera hasta el suelo, deslizándose.
La ropa gris era ahora de un negro brillante. La humedad hizo acto de
presencia en sus cuerpos.
-No quiero morir. Pensar
en el tiempo me hace pensar en la muerte.-dijo de repente Elliot.
-¿Te refieres a ser
inmortal?
-No lo sé, me da miedo
dejar de existir.- Elliot había dejado de ser un caballero para
mostrar sus emociones.
-Eso es inevitable,
querido amigo. Aunque no esté demostrado que vayas a morir, la
experiencia apunta a que hay una alta probabilidad de que así
suceda.-tras decir esto, una sonrisa se dibujó en el rostro de
Marcel.- La fórmula de la inmortalidad es realizar obras que
permanezcan en la memoria de la gente, hacer historia, ¿entiendes?
Todo el mundo recuerda a Napoleón, por ejemplo.
Pasaron unos minutos en
silencio, mientras las palabras de Marcel quedaban suspendidas en el
aire y se desvanecían.
-Voy a dar el mayor
concierto de piano de la historia.- afirmó Elliot con seguridad.-Por
ahora, ¡disfruta de la lluvia!-y empezó a correr por enmedio de la
calzada, giraba sobre sí mismo, saltaba eufórico.
-¡Estas loco! –le
gritó Marcel al tiempo que estallaba en carcajadas al ver a su amigo
parodiando a los bailarines de ballet.
-¡Lo sé! ¡Haré
historia, Marcel, ya verás!-respondió Elliot. Aquella noche, al
llegar a casa, no les importó que el sueño les venciera
rápidamente.
Durante las semanas que
siguieron a aquella noche de lluvia Elliot se encerró en el salón
donde tenía su piano, solo abría la puerta cuando la paciencia de
su estómago o vejiga llegaba al límite. Y siempre se oían notas,
la música que salía de aquel salón era un ciclo sin principio ni
fin. El tiempo no regía el tocar del pianista sobre el magnífico
piano de cola, no atendía a amaneceres, mediodías o medianoches.
Sin embargo el ritmo de la melodía sí dependía del tiempo:
redondas, blancas, negras, corcheas, semicorcheas…, eran escupidas
por la pluma de Elliot, salpicando un pentagrama tras otro.
Marcel se había marchado
de casa de Elliot, le había dicho que no soportaba más su locura y
obsesión por preparar el mejor concierto de piano de la historia.
Elliot no le había contestado, absorto en sus partituras. Marcel le
pidió que se relajara un poco, que no había prisa. Ante la
indiferencia del pianista, Marcel se despidió diciéndole que le
avisara cuando fuera a estrenar aquella obra.
El séptimo lunes después
del inicio de aquel delirio artístico, Elliot amaneció con cara de
loco. El pelo, más largo, lo llevaba revuelto sin orden ni
concierto y algunos mechones grasientos le caían sobre la frente que
precedía a una mirada cansada. Los párpados cansados, unos ojos
rojos y negros, ojeras que proyectaban su sombra hasta los pómulos;
unos labios secos y blanquecinos, rodeados de barba descuidada.
Apenas llevaba una camiseta interior de tirantes blanca y unos
pantalones de traje grises, descalzo, con sus calcetines granate.
-Ya está.-dijo con voz
triunfante.
Se levantó dejando la
partitura del concierto sobre el piano, “Piano concerto nº1 Opus
95” se leía de título. Fue hasta el baño, llenó la bañera de
mármol blanco, con patas de oro de estilo barroco, con agua
caliente. Tras darse un largo baño, se afeitó y se peinó el pelo.
Vestido de nuevo con su ropa elegante y perfumado, se fue camino de
Maxim’s para comer. Le esperaba una larga caminata. Pasando por el
boulevard des Invalides, cruzando el río Sena, y rodeando la Plaza
de la Concorde, llegó por fin al mítico restaurante. Envuelto en
una atmósfera que le recordaba a la Belle Époque, comió solo.
Decidió improvisar una
visita a la Ópera, así que se acercó al imponente edificio. A las
siete de la tarde había una sesión de la Traviata y decidió
comprar un pase para admirar la obra de Verdi. Dado que aún era
pronto, ocupó el tiempo que le sobraba hasta la hora de la
representación visitando a su productor en el boulevard des
Italiens.
Hablaron del concierto.
Elliot le convenció de que había preparado una magnífica
partitura, le advirtió de que si no le organizaba aquel concierto,
se arrepentiría cuando viese que el éxito lo compartía con otro
productor que no fuese él. Así pues, fijaron una fecha muy
precipitada, dentro de dos semanas. Sería una sola sesión, en la
sala especial del teatro de l’Odéon. Satisfecho, se dirigió a la
Ópera.
Casualmente, en la butaca
al lado de la de Elliot, se sentó Dimitri.
-¡Vaya! ¿Qué haces tú
aquí? ¿Ya has terminado el concierto?
-¡Qué casualidad! Pues
la verdad es que sí, ya está.
-¿Cuándo estrenarás la
obra?- se interesó Dimitri.
-En dos semanas amigo,
sólo dos semanas.- respondió Elliot, emocionado.
Sopranos y tenores, arias
que estremecían al pianista entre idas y venidas de Violeta y el
amor de Alfredo, los protagonistas. A la salida se despidió de
Dimitri, y rechazó una invitación a una fiesta con el resto del
grupo en su casa aquella misma noche, ya que estaba cansado. Sin
embargo, quedaron en que se reunirían la noche antes del concierto.
Le mandó saludos para Henri y Marcel y emprendió la vuelta a casa.
Elliot se acomodó en los
brazos de Morfeo hasta bien entrada la mañana del día siguiente.
Volvía a su rutina basada en el paseo hasta Monceau y alguna fiesta
por las noches. Los días que precedieron al concierto, el productor
de Elliot se había encargado de hacerle buena publicidad. No fue de
extrañar que en la fiesta a la que los bohemios asistieron en una
sala de bailes de Montmartre, la noche antes del estreno, todo el
mundo se acercase a Elliot, curiosos por el evento del día
siguiente.
El sol se tomó la
libertad de colarse en la habitación de Elliot e, incluso, de
acercarse hasta su cama. Despertó así el pianista y tocó el piano
hasta la hora de comer, repasó las partituras: todo en orden para el
concierto que iba a dar aquella tarde.
Antes de dirigirse al
teatro de l’Odéon, dio un paseo por el Barrio Latino, observando
el bullicio de la gente en las terrazas de los cafés, la cola del
cine, estudiantes que entraban a las acogedoras librerías… Aquella
sensación de sentirse un mero observador de la vida parisiense,
viendo juventud con prisas, madurez culta tras tazas de café, le
distrajo. “Nos sentimos especiales, diferentes y únicos; sin
embargo no soy nadie para aquel niño que corretea alrededor de su
madre mientras pasean por la acera, ni para ese vendedor de
periódicos, ¿qué tengo yo de especial? ¿Tengo que ponerme a tocar
un piano justo aquí enmedio para llamar la atención de la gente y
demostrar que yo haré historia porque soy mejor que los demás?”,
pensó. Aquel bullicio tan cercano del que se sentía a kilómetros,
le hizo pensar que no era el centro del mundo. No había nadie que le
estuviese observando, o tal vez sí. Se sintió solo e inseguro. Cómo
saber si su música iba a agradar, si era buena, si tocar el piano
era lo único para lo que servía, si ese era el sentido de su vida.
La relatividad de los grandes interrogantes del hombre le azotó, le
bajó de las nubes. Aquella tarde iba a esforzarse en tocar lo mejor
que pudiese, iba a ser humilde, iba a cuidar su ambicioso camino a la
cima.
Elliot apareció sobre el
escenario, sus pasos se hicieron eco ante el público en pie que le
recibía. Sólo había un piano de ébano de cola a la derecha del
escenario. El pesado telón granate estaba recogido a los laterales,
enmarcando la escena. Inclinó el torso ante el público y se sentó
en la banqueta frente al teclado. Estiró las falanges y acarició
cada tecla. Las notas y los acordes, la armonía de la melodía, que
empieza alegre y primaveral y se vuelve repentina e impredecible, más
grave, como sombría. Como el delirio de un loco.
-¿Qué hace usted?- la
voz de un hombre interrumpió. Elliot alzó la vista, incrédulo,
sorprendido, irritado, y encontró a dos hombres junto al piano.
-¿Que qué hago? Estoy
dando un concierto ¡bajen del escenario!
-¿Pero quién se cree
que es usted para hablarle así a un gendarme?
-¿Qué? -Elliot estaba
desconcertado, tenía al público expectante y a aquellos hombres
allí interrumpiéndole y haciendo preguntas, la mente del pianista
no entendía qué estaba ocurriendo.
-Está usted realizando
un allanamiento de una propiedad del estado.- informó el primer
hombre.
-Es un pobre loco…-le
susurró, pero de forma perfectamente audible para Elliot, el segundo
hombre al primero.
Como una estampida de
elefantes irrumpiendo en una tienda de figuritas de cristal, como una
pompa de jabón gigante estallando, como si en un silencioso desierto
explotaran de repente millones de fuegos artificiales, aquella
ilusión se rompió. Se rompió, desapareció, se desvaneció. Ya no
había público, ni traje nuevo sobre el cuerpo de Elliot. El pobre
se había quedado en estado de shock, su mente se había quedado
suspendida en el vacío.
El telón recogido a los
laterales de aquel escenario era, en realidad, el marco de una escena
en que un hombre con apariencia de vagabundo se había inclinado ante
unas gentes inexistentes, y se había sentado junto a un piano
cubierto de polvo y telarañas. Elliot estaba en un teatro abandonado
y en ruinas. Sí era cierto que le había arrancado a aquel teclado
la maravillosa melodía, de hecho el sonido había llamado la
atención de dos gendarmes que hacían guardia en la puerta
principal. Los mismos que se llevaron a Elliot, el pobre pianista que
fue a dar sus huesos en la celda de un hospital psiquiátrico. El
mismo de cuyos labios no se volvió a oír salir una palabra. Solo
escribió su nombre en un papel que le entregó a su psiquiatra, el
médico que llevaría a partir de aquel momento su caso, su
enfermedad. Aquella triste enfermedad que le había hecho ver a
través de un filtro de riqueza e irrealidad, una vida que no había
tenido lugar más lejos de su mente. ¿Dónde estaba el límite entre
la realidad y la ficción? ¿Qué había ocurrido de verdad?
El doctor Léon, el
psiquiatra que llevaba a Elliot, andaba perdido en el diagnóstico de
su demencia. Podía ser neurodegenerativa, o un trastorno paranoide a
raíz de una situación traumática, un trastorno orgánico en que
alguna especie de tumor en el cerebro le impedía el funcionamiento
normal… Léon trató de aplicar el reciente psicoanálisis de Freud
en vano, pues Elliot no hablaba.
El caballero de
Montparnasse, espíritu bohemio reflejado en sus amistades, el
pensador profundo que quería hacer historia al volante de un piano
de cola, se había convertido en un hombre de mirada vacía, un
eslabón perdido por la cordura que se desató en su cabeza: un loco.
Apenas se movía, no comía. Nadie podía saber que pensaba, si era
consciente de lo que había ocurrido. Léon estaba convencido de que
era un hombre desilusionado, aquella desilusión que le trajeron los
dos gendarmes en aquel teatro. Un manto silencioso cubría ahora
aquellas escenas de la fiesta parisina de la década de 1920.
Al cabo de poco tiempo
murió, puede que de hambre, de tristeza, del tumor que le impedía
ver la realidad, si es que había realmente algún tumor. Léon
encontró entre sus pertenencias las partituras que en su día Elliot
había preparado para el concierto, aquella melodía. Por curiosidad,
mandó a un joven pianista que le interpretara aquella pieza y
descubrió a un genio tras los pentagramas, sí que era un pianista,
excelente compositor además. Se sintió mal, ¡el talento que se
había perdido el mundo! Decidió investigar por su cuenta el pasado
de aquel enfermo tan peculiar.
Buscó su nombre en el
registro civil, se dirigió a la casa en Montparnasse. Lejos de una
vivienda lujosa, se trataba de un edificio desocupado, sin techo,
derruido, en un recóndito callejón de aquel barrio. Las puertas de
los pisos abiertas, entró en el que pertenecía a Elliot. En el
salón había la mitad de un piano astillado, vestigios de alfombras
persas. Halló en el baño una bañera de mármol amarillento; una
fuerte olor a bourbon le hizo echarse atrás, no sin tiempo de ver
bichos negros corretear en el fondo de la bañera: cucarachas sucias
cuyos pasos crepitantes dieron náuseas al visitante que tuvo que
salir de la estancia -si es que alguien con los sentidos cuerdos
podía estar en aquel asqueroso lugar y llamarlo estancia. No había
más mueble ni decoración que parte de los cimientos caídos sobre
el suelo del piso.
Más tarde, revolviendo
entre los informes de los bombardeos durante la guerra, supo que una
bomba había caído en aquel edificio en 1917. Un vagabundo que
vagabundeaba junto al portal del edificio donde vivía Elliot le
contó que aquella bomba irrumpió en el piso en mitad de una fiesta
cuyo anfitrión había sido el mismo Elliot. “Estaban todos sus
amigos y familiares en el salón, escuchándole interpretar la novena
sinfonía de Ludwig van Beethoven, cuando la bomba atravesó el
tejado y cayó allí en medio, pero no estalló en seguida. El pánico
se apoderó de la gente, empezaron a empujarse para salir corriendo.
Eran demasiados, el pelotón de gente empujó sin intención a Elliot
que perdió el equilibrio y cayó por la ventana. La bomba estalló
segundos después, murieron todos, incluso un chucho que se llamaba
Quentin o algo así” le había contado entre sorbos a un cartón de
vino, el vagabundo a Léon.
-¿Qué pasó con
Elliot?- le preguntó.
-Le dio un nosequé en la
cabeza, un coma creo.
-Claro, el coma le causó
la demencia…-la mente de Léon encadenaba conceptos rápidamente.
-Sí bueno que al cabo de
un año, tocado el fin de la guerra mundial, apareció por aquí. No
le reconocí porque estaba muy descuidado y antes de la tragedia
había sido un hombre rico, elegante, un caballero. En seguida me di
cuenta de que estaba tarado, hablaba en voz alta y mandaba callar a
Quentin por si molestaba a los vecinos. Un día le seguí en uno de
sus paseos, ya ve usted que salía mucho a pasear, le seguí hasta
Montmartre. Pobre tarado…hablando solo por la calle. Caminaba y se
sentaba en algunos portales. Subió a una azotea deshabitada y bajó
después de un rato. No sé, por la noche se venía aquí al suelo a
beber conmigo. Hablaba poco.- contó, con indiferencia, el vagabundo.
El vino volvió a descender por su garganta.
-¿Y de qué hablaban?
-¿Usted cree que me voy
a acordar…? ¡Venga hombre mi vida es una cogorza continua!-el
andrajoso rio estruendosamente. Léon no sabría decir que cosa se
encontraba en peor estado, si el edificio en ruinas o la dentadura de
aquel hombre.
-Que suerte haberle
encontrado sobrio entonces.-apuntó, irónico, Léon.-Por cierto,
¿cómo se llama?
-¿Yo? Marcel.
-Encantado, soy Léon. Me
ha sido de gran ayuda, tome y dese un baño en alguna pensión.- se
despidió, al tiempo que le daba unas monedas.
-¿Que me dé un qué?
¡Buen whisky aguardes para esta noche, hígado mutilado!- se
carcajeó el vagabundo volviendo a su rincón, llevándose consigo el
pestilente olor, mezcla de vino, rata muerta, orín y sudor.
Si aquel hablar del
vagabundo era cierto, las ideas de Léon se habían aclarado
bastante. Decidió llevar las partituras de Elliot el loco al
conservatorio de París, esperando que llegasen a ser interpretadas
en un concierto real y que recibiesen así el reconocimiento que
Elliot esperaba. Léon estaba seguro de estar haciendo lo correcto.
Estaba seguro de que alguien como Elliot estaría de acuerdo en dar a
conocer su obra: un genio solo puede llegar a ser genio si es
ambicioso, y la gran ambición del hombre es dejar huella,
sorprender, llegar a la cima.
María Gisbert