dilluns, 18 de juny del 2012

AÑOS LOCOS


Acordes de jazz ahogados, un charlestón animado que contrastaba con la desvaída escena de la que era banda sonora. El rostro de Marcel parecía alargarse, mientras su mirada vacía se perdía en algún lugar del horizonte roto por azoteas y chimeneas, al tiempo que el sol amanecía sobre París. El hombre permanecía inmóvil, tal vez pensaba o tal vez soñaba despierto. Si no fuera por el mecánico movimiento de su muñeca que removía con una cucharilla oxidada el té frío de limón, podría haber sido una adecuada réplica de Le penseur, de Rodin. Marcel cambió de expresión sólo cuando la puerta de la buhardilla chirrió, dejando entrar a un hombre, alto y de apariencia joven, que llevaba a un alegre Beagle sujeto por una correa. El perro se adelantó a su amo y fue a refregarse en las piernas de Marcel.
-Hola, Quentin, amigo.- una sonrisa triste se dibujó en la cara de Marcel, al tiempo que se levantaba de la silla junto a la ventana, desde la cual había estado contemplando la ciudad.- Elliot.
Los dos hombres encajaron las manos a modo de saludo. Elliot era un hombre alto, bien vestido y bastante agraciado. El pelo corto y castaño peinado hacia atrás con brillantina, sin bigote ni perilla; unas cejas finas enmarcaban su mirada sagaz de ojos negros, separados por una nariz un tanto aguileña pero discreta, que daba paso a una boca de labios delgados que a menudo formaban medias lunas blanquísimas. Aquella mañana, como de costumbre, vestía una camisa de algodón blanca, chaleco corto gris, pantalones rectos a conjunto del chaleco y con la parte inferior vuelta, mostrando los calcetines granate. Unos mocasines negros de charol y una chaqueta de traje corta, de talle alto, completaban la indumentaria de Elliot. Era un hombre alegre, excéntrico, con múltiples bromas e ironías en la punta de la lengua, optimista; encarnaba al modelo de joven de los años 20 que bailaba el charlestón, bebía whisky, se reunía con sus amigos en los bares de Montmartre y celebraba interminables fiestas que duraban hasta el amanecer.
-¡Buenos días Marcel! Venga hombre, los ánimos arriba. ¿Por qué esa cara tan larga?- Elliot estaba dispuesto a romper el silencio y la monotonía de la buhardilla de Marcel.- Te traigo el periódico de hoy, ¿lo has leído? ¡Claro que no! Lo acabo de comprar, la primera tirada del día, ¡noticias frescas! Aún huele a tinta, ¡huele!
Marcel se vio obligado a aspirar el olor a tinta del periódico que su amigo le acababa de estampar en la cara.
-¿Tanto te alegras por haber comprado el primer periódico del día?- inquirió, sarcástico, Marcel.
-No hombre, no. Lee el titular que viene en portada, ¡lee!
-“Se hace público el castigo para la nación alemana”- leyó Marcel en voz alta.
-¡Muy bien! ¿Ves amigo? Por fin esos desalmados tienen su merecido, les quitan las armas y les limitan las fuerzas militares. ¡Esto está cambiando, viene un mundo mejor, créeme!
-Buenas noticias me traes, Elliot...
-Buenísimas.-interrumpió el pianista, pues Elliot era pianista.
-Ya, pero ¿quieres saber por qué tengo esta cara tan larga?
-Lo sé, son las consecuencias de estar de fiesta en casa de Dimitri hasta las cinco de la mañana.- rio Elliot.
-Qué va, me fui tocada la medianoche. Es por Liz, se vuelve a Estados Unidos con su familia.
-Vaya... Ahora que vienen tiempos mejores se marcha.
-Claro, ese es justamente el motivo: ahora su padre ha montado una barbería, parece que todo les va bien allí también. Su madre ha abierto un taller de costura y quiere que Elizabeth esté con ella... En fin, que el amor de mi vida cogerá un tren esta tarde, luego embarcará en un transatlántico y ya no le veré más. ¿Qué te parece, amigo? Todos tan repentinamente eufóricos con el fin de la guerra y yo tan triste.- Marcel volvió a su silla junto a la ventana, adquiriendo un aire melancólico junto a su té frío de limón.
-Me parece que eres un exagerado, no digas que es el amor de tu vida, aún no has vivido bastante. Y si tanto la quieres, vete con ella. ¿Qué te retiene aquí?
-París es mi ciudad.- dijo simplemente Marcel.
-¡Buenísimos días a todo el mundo!- Henri, irrumpió en la estancia estruendosamente.
-Cállate loco, vas a despertar a Liz.-le reprendió Marcel.
-Lo siento, no sabía que estaba durmiendo.
-Yo no sabía que estaba aquí, ¿y si nos ha oído?- habló Elliot, ahora en susurros.
-Qué va, no te preocupes. ¿Qué haces aquí tan pronto, Henri?
-¡Acabo de terminar mi segunda obra maestra!- Henri volvió a alzar la voz sin darse cuenta. Él era pintor, fiel al nuevo movimiento surrealista.-Traigo huevos y café colombiano. Seguro que aún no habéis desayunado.-añadió fijándose en la solitaria taza de té que reposaba en el alféizar de la ventana.
-Enhorabuena, y haz el favor de bajar la voz...
-Ya no hace falta, ya podéis gritar como locos si queréis. Buenos días.- Liz salió de la pequeña habitación que les servía a Marcel y a ella de dormitorio, en el que un viejo colchón de trapo acunaba su sueño.
-Buenos días, seguro que te apetece una buena taza de café de Colombia, ¿verdad?- ofreció Henri y, sin esperar respuesta, puso la cafetera de émbolo al fuego.- Haré tortilla también. ¡Un buen desayuno augura siempre un gran día!
Los tres individuos tomaron asiento en unas esqueléticas sillas de madera y desayunaron sobre sus muslos, pues no había mesa alguna en la escueta buhardilla.
Aquella era la vivienda de Marcel y Liz, en el último piso de un edificio en la colina de Montmartre, aquella buhardilla con una habitación sin puerta y la estancia principal, de decoración minimalista pues las paredes de ladrillo rojo permanecían desnudas y la luz entraba por la única ventana sobre el alféizar de la cual se congelaba el té de limón que nadie bebería. Aparte de las cuatro sillas, estaba la tímida cocina compuesta de una encimera y fuego de gas; había un fregadero bajo un espejo circular que hacía las veces de tocador; y un diván de cuero desgastado, al que se le salían las entrañas. Finalmente, varios montones de papeles y cuartillas esparcidos en una esquina sobre el suelo, completaban el cuadro. Marcel era poeta. Henri y él formaban parte del grupo de bohemios con los que se juntaba Elliot, el pianista rico al que no le faltaba de nada en su piso de Montparnasse. De vez en cuando, Elliot se dedicaba a respaldar a sus amigos artistas, les patrocinaba y les prestaba dinero sin esperar que éste le fuese devuelto.
Al terminar de saborear el último sorbo de aquel café que les supo a gloria, Elliot se dispuso a marcharse:
-Bueno amigos, me voy a dar de comer a las palomas de Monceau.
-Espera, Elliot, me voy contigo. Me apetece pasear. -dijo, ante la sorpresa de Marcel, Liz.
-Pero pensaba que querrías pasar tu último día aquí conmigo, ¡es nuestro último día juntos! -Marcel se desesperaba ante la indiferencia de su novia frente a su inminente marcha.
-Hablas como si me fuese a morir, ¡qué dramáticos y exagerados sois los poetas! -se quejó ella-Además, me apetece pasear del brazo de un hombre elegante que sabe tratar a las damas como tal.-añadió con fingida coquetería, todos rieron excepto Marcel, que se tomó la broma muy en serio.
Cuando Liz estuvo lista para salir, adornada con sombra de ojos verde, las mejillas rosadas y los labios rojos, un vestido corto y una corona de reina flapper -las flappers eran chicas que llevaban un nuevo estilo de vida, con el pelo corto, maquillaje exagerado, que escuchaban y bailaban jazz, poco convencionales, propias de la década de 1920.- con forma de sombrero Cloche, Elliot, su perro Quentin, y ella salieron por la puerta. Siguiendo la cadena de bulevares parisinos, con eslabones como el boulevard de Clichy, el de Batignolles o el de Courcelles, llegaron al gran parque Monceau. El curioso trío entró en un escenario cuyo atrezo eran estanques, invernaderos, lujosos palacetes de estilo barroco, se trataba de un jardín rebosante de vida, de verde y de optimismo. Tomaron asiento en un banco junto a uno de los estanques y se limitaron a disfrutar del sol y del buen tiempo.
-¿Dónde están tus palomas, querido Elliot?
-Al ver que venía con una mujer tan bonita como tú, se han ofendido y no han querido salir de su hormiguero.
-¡Pero qué cosas dices!- rio Liz.
-Así que te marchas esta misma tarde, eh...-Elliot abordó el motivo que alargaba de manera preocupante la cara de su amigo.
-Sí, el tren sale a las cuatro.
-¿Estás segura de que quieres irte? ¿Abandonar ésta fiesta?- preguntó Elliot, refiriéndose a la ciudad de París.
-Sí, verás cuando recibí la noticia de que tenía que irme me sentí triste por Marcel, pero la verdad es que ahora cuento los minutos que me quedan para estar de vuelta con mi familia. Marcel ha perdido su magia para mí ¿entiendes? Ya no soy yo la musa que le inspira, ya no estamos tan enamorados como al principio y cada vez veo más imposible el sueño que tenía de formar una familia estable junto a él. Parece que tiene planeado ser bohemio toda la vida, ¿tú crees que así se puede llevar una vida estable? Cualquier día le cogerá una gripe fuerte y se morirá entre su montón de cuartillas y polvo.
-Entiendo, pero él me ha dicho hoy mismo que tú eres el amor de su vida...-sugirió Elliot.
-¡Y un cuerno! El amor de su vida es París y la poesía, y el vino barato últimamente. No nos engañemos, cuando llegué aquí antes de que empezara la guerra y le conocí, había algo entre nosotros, la chispa, ese amor de los primeros días. Ese amor enfermizo, todo risas, todo coqueteo, ese amor que no es amor. Pero con el tiempo, en una relación pueden ocurrir dos cosas: o que el enamoramiento ese que te digo se convierta en amar a la pareja y formar un proyecto de vida juntos; o que se vaya apagando la chispa, sin más, y ninguno de los dos sepa mantener la relación viva. En mi caso ha ocurrido lo segundo.
-Hablas como si fueras una experta en el amor o algo así. ¿Qué sabes tú de sentimientos, si no has pasado de los 30?
-Dime, ¿qué sabes tú?- replicó Liz.
-Que mi mejor amigo está al borde del suicidio.
-¡Venga ya! No exageres. Me olvidará en cuestión de meses y encontrará a otra. Nadie sabe nada de emociones ni de sentimientos, pero he intentado explicarte que ya no le quiero. ¡Eso es! ¡No le quiero! ¡No quiero a un pobre cuervo de buhardilla! Ya lo he dicho... Ya está. Eso es y punto.- Liz parecía satisfecha de haberse desahogado.- Se acabó.
-Bah, tienes razón.-ambos apartaron la vista, era triste aceptar cuando algo bueno se acaba.
-No le digas a Marcel esto, aunque no le quiera, le tengo cariño y no quisiera que se amargara más aún.- con esta conclusión deshicieron sus pasos y volvieron a Montmartre.
-¿Piensas despedirte de él?
-No, ¿podrías recoger mi maleta y dármela? No me apetece subir.- dijo Liz, la determinación que tenía momentos antes parecía haberse debilitado y era evidente que le causaba tristeza abandonar aquella vida.
Aquella noche, Henri, Marcel y Elliot fueron al Moulin Rouge y luego fueron a casa de Dimitri, su otro amigo escultor, que cerraba el grupo de bohemios. Frecuentaban su casa, no porque fuese lujosa o la mejor de todas, sino porque era un local bajo de un edificio cuyos vecinos gatunos no se quejaban de la música alta hasta el amanecer. Allí, Marcel tiñó sus penas de tonos burdeos. Vino de garrafón, un gramófono que andaba a trompicones sobre vinilos de King Oliver y algunas chicas que conocían los bohemios en sus noches de fiesta en fiesta, acompañaron a los chicos hasta altas horas de la madrugada.
Elliot le había comentado a Marcel la idea de trasladarse a su casa en Montparnasse, pues había espacio suficiente para ambos, y así Marcel se sentiría acompañado. Éste aceptó su invitación. Acordaron que, aunque compartían vivienda, eran independientes el uno del otro, así no habría conflictos. Elliot le dijo a Marcel que tenía total libertad para entrar y salir de casa cuando le viniese en gana. La única condición que le impuso, era que no podía quejarse si Elliot se pasaba la noche o el día entero tocando el piano.
Así, tras pasar algunas semanas, los primeros timbres de la sinfonía 9º de Beethoven despertaron a Marcel una mañana como otra cualquiera. El poeta siguió con sus poemas y el pianista salió a dar de comer a las palomas de Monceau. Todos los días, sin excepción, Elliot iba al parque con Quentin y se sentaba en un banco con alpiste y pasaba la mañana envuelto en plumas. Y, por las noches, el pianista se rodeaba de artistas, los Fitzgerald le invitaban a sus fiestas, y las risas etílicas se acompañaban de cualquier charlestón infinito.
Una tarde, Henri invitó a los bohemios a su casa diciéndoles que les tenía preparada una sorpresa. “Mi mejor cuadro, sin duda”, les había dicho. Así pues, Elliot se dirigió a la azotea de la rue Lepic en Montmartre en la que Henri plasmaba sobre lienzo sus delirios. Marcel fue con él, también Dimitri. Poco antes de que el sol cayese por completo, tres pares de ojos perdían la capacidad de parpadear ante una multitud de vedettes con rostros de animales exóticos que se sumergían en copas de champagne, mientras una banda de jazz compuesta de hormigas gigantes animaba el baño desde un segundo plano. Henri les mostraba, visiblemente contento, su obra más reciente.
-La técnica es limpia, no hay una pincelada de más y los límites de las figuras se marcan muy bien con los contrastes de sombra y luz.- apuntó Dimitri.
-Curioso.- se limitó a decir Marcel.
-¿Qué opinas tú Elliot?- inquirió Henri.
-Puede interpretarse como una caricatura de la noche parisina, tal vez.-respondió Elliot, sonriendo.
Así, improvisaron unos tentempiés en la misma terraza de la azotea que les sirvieron de cena. Durante la sobremesa charlaron sobre arte, sobre artistas emergentes, filosofaron sobre el paso del tiempo, el nombre de alguna Sophie se coló en la conversación y Henri se deshacía describiendo la obra de un surrealista español. Las doce campanadas de algún campanario pusieron fin a la reunión. A pie de calle, la lluvia recibió a Elliot y Marcel. La lluvia era fina por el momento, agradable al contacto con la piel seca. Las luces anaranjadas de los faroles se difuminaban tras la cortina de niebla baja, aunque no espesa, y la calle parecía una fotografía en tonos sepia.
-Ha sido interesante la tertulia de hoy, ¿eh?- empezó Marcel.
-Sí.- Elliot siguió caminando en silencio, meditando. Se oían gritos apagados y música que provenían, seguramente, de los bares que a aquellas horas empezaban a llenarse.
-Dime Marcel, ¿crees que el tiempo existe o es una ilusión?
-Existe.
-¿Por qué? ¿Qué pruebas tienes? Escucha, el tiempo es un concepto que inventó el ser humano en algún momento de la historia, para organizar su existencia. Si, al igual que cualquier concepto abstracto, ha sido pensado por el hombre, ¿no es en cierto modo una ilusión?
-Posiblemente, pero dependemos del tiempo: el tiempo rige nuestra rutina inevitablemente.- respondió Marcel.
-Lo sé. Es triste, visto así, no somos libres. Siempre tendremos el límite temporal.-reflexionó Elliot. Marcel asintió.
Siguieron su camino, la lluvia cobraba consistencia a cada paso. Las gotas resbalaban por el ala del sombrero de fieltro de Elliot y llegaban a las solapas de su chaqueta, donde empezaban su carrera hasta el suelo, deslizándose. La ropa gris era ahora de un negro brillante. La humedad hizo acto de presencia en sus cuerpos.
-No quiero morir. Pensar en el tiempo me hace pensar en la muerte.-dijo de repente Elliot.
-¿Te refieres a ser inmortal?
-No lo sé, me da miedo dejar de existir.- Elliot había dejado de ser un caballero para mostrar sus emociones.
-Eso es inevitable, querido amigo. Aunque no esté demostrado que vayas a morir, la experiencia apunta a que hay una alta probabilidad de que así suceda.-tras decir esto, una sonrisa se dibujó en el rostro de Marcel.- La fórmula de la inmortalidad es realizar obras que permanezcan en la memoria de la gente, hacer historia, ¿entiendes? Todo el mundo recuerda a Napoleón, por ejemplo.
Pasaron unos minutos en silencio, mientras las palabras de Marcel quedaban suspendidas en el aire y se desvanecían.
-Voy a dar el mayor concierto de piano de la historia.- afirmó Elliot con seguridad.-Por ahora, ¡disfruta de la lluvia!-y empezó a correr por enmedio de la calzada, giraba sobre sí mismo, saltaba eufórico.
-¡Estas loco! –le gritó Marcel al tiempo que estallaba en carcajadas al ver a su amigo parodiando a los bailarines de ballet.
-¡Lo sé! ¡Haré historia, Marcel, ya verás!-respondió Elliot. Aquella noche, al llegar a casa, no les importó que el sueño les venciera rápidamente.
Durante las semanas que siguieron a aquella noche de lluvia Elliot se encerró en el salón donde tenía su piano, solo abría la puerta cuando la paciencia de su estómago o vejiga llegaba al límite. Y siempre se oían notas, la música que salía de aquel salón era un ciclo sin principio ni fin. El tiempo no regía el tocar del pianista sobre el magnífico piano de cola, no atendía a amaneceres, mediodías o medianoches. Sin embargo el ritmo de la melodía sí dependía del tiempo: redondas, blancas, negras, corcheas, semicorcheas…, eran escupidas por la pluma de Elliot, salpicando un pentagrama tras otro.
Marcel se había marchado de casa de Elliot, le había dicho que no soportaba más su locura y obsesión por preparar el mejor concierto de piano de la historia. Elliot no le había contestado, absorto en sus partituras. Marcel le pidió que se relajara un poco, que no había prisa. Ante la indiferencia del pianista, Marcel se despidió diciéndole que le avisara cuando fuera a estrenar aquella obra.
El séptimo lunes después del inicio de aquel delirio artístico, Elliot amaneció con cara de loco. El pelo, más largo, lo llevaba revuelto sin orden ni concierto y algunos mechones grasientos le caían sobre la frente que precedía a una mirada cansada. Los párpados cansados, unos ojos rojos y negros, ojeras que proyectaban su sombra hasta los pómulos; unos labios secos y blanquecinos, rodeados de barba descuidada. Apenas llevaba una camiseta interior de tirantes blanca y unos pantalones de traje grises, descalzo, con sus calcetines granate.
-Ya está.-dijo con voz triunfante.
Se levantó dejando la partitura del concierto sobre el piano, “Piano concerto nº1 Opus 95” se leía de título. Fue hasta el baño, llenó la bañera de mármol blanco, con patas de oro de estilo barroco, con agua caliente. Tras darse un largo baño, se afeitó y se peinó el pelo. Vestido de nuevo con su ropa elegante y perfumado, se fue camino de Maxim’s para comer. Le esperaba una larga caminata. Pasando por el boulevard des Invalides, cruzando el río Sena, y rodeando la Plaza de la Concorde, llegó por fin al mítico restaurante. Envuelto en una atmósfera que le recordaba a la Belle Époque, comió solo.
Decidió improvisar una visita a la Ópera, así que se acercó al imponente edificio. A las siete de la tarde había una sesión de la Traviata y decidió comprar un pase para admirar la obra de Verdi. Dado que aún era pronto, ocupó el tiempo que le sobraba hasta la hora de la representación visitando a su productor en el boulevard des Italiens.
Hablaron del concierto. Elliot le convenció de que había preparado una magnífica partitura, le advirtió de que si no le organizaba aquel concierto, se arrepentiría cuando viese que el éxito lo compartía con otro productor que no fuese él. Así pues, fijaron una fecha muy precipitada, dentro de dos semanas. Sería una sola sesión, en la sala especial del teatro de l’Odéon. Satisfecho, se dirigió a la Ópera.
Casualmente, en la butaca al lado de la de Elliot, se sentó Dimitri.
-¡Vaya! ¿Qué haces tú aquí? ¿Ya has terminado el concierto?
-¡Qué casualidad! Pues la verdad es que sí, ya está.
-¿Cuándo estrenarás la obra?- se interesó Dimitri.
-En dos semanas amigo, sólo dos semanas.- respondió Elliot, emocionado.
Sopranos y tenores, arias que estremecían al pianista entre idas y venidas de Violeta y el amor de Alfredo, los protagonistas. A la salida se despidió de Dimitri, y rechazó una invitación a una fiesta con el resto del grupo en su casa aquella misma noche, ya que estaba cansado. Sin embargo, quedaron en que se reunirían la noche antes del concierto. Le mandó saludos para Henri y Marcel y emprendió la vuelta a casa.
Elliot se acomodó en los brazos de Morfeo hasta bien entrada la mañana del día siguiente. Volvía a su rutina basada en el paseo hasta Monceau y alguna fiesta por las noches. Los días que precedieron al concierto, el productor de Elliot se había encargado de hacerle buena publicidad. No fue de extrañar que en la fiesta a la que los bohemios asistieron en una sala de bailes de Montmartre, la noche antes del estreno, todo el mundo se acercase a Elliot, curiosos por el evento del día siguiente.
El sol se tomó la libertad de colarse en la habitación de Elliot e, incluso, de acercarse hasta su cama. Despertó así el pianista y tocó el piano hasta la hora de comer, repasó las partituras: todo en orden para el concierto que iba a dar aquella tarde.
Antes de dirigirse al teatro de l’Odéon, dio un paseo por el Barrio Latino, observando el bullicio de la gente en las terrazas de los cafés, la cola del cine, estudiantes que entraban a las acogedoras librerías… Aquella sensación de sentirse un mero observador de la vida parisiense, viendo juventud con prisas, madurez culta tras tazas de café, le distrajo. “Nos sentimos especiales, diferentes y únicos; sin embargo no soy nadie para aquel niño que corretea alrededor de su madre mientras pasean por la acera, ni para ese vendedor de periódicos, ¿qué tengo yo de especial? ¿Tengo que ponerme a tocar un piano justo aquí enmedio para llamar la atención de la gente y demostrar que yo haré historia porque soy mejor que los demás?”, pensó. Aquel bullicio tan cercano del que se sentía a kilómetros, le hizo pensar que no era el centro del mundo. No había nadie que le estuviese observando, o tal vez sí. Se sintió solo e inseguro. Cómo saber si su música iba a agradar, si era buena, si tocar el piano era lo único para lo que servía, si ese era el sentido de su vida. La relatividad de los grandes interrogantes del hombre le azotó, le bajó de las nubes. Aquella tarde iba a esforzarse en tocar lo mejor que pudiese, iba a ser humilde, iba a cuidar su ambicioso camino a la cima.
Elliot apareció sobre el escenario, sus pasos se hicieron eco ante el público en pie que le recibía. Sólo había un piano de ébano de cola a la derecha del escenario. El pesado telón granate estaba recogido a los laterales, enmarcando la escena. Inclinó el torso ante el público y se sentó en la banqueta frente al teclado. Estiró las falanges y acarició cada tecla. Las notas y los acordes, la armonía de la melodía, que empieza alegre y primaveral y se vuelve repentina e impredecible, más grave, como sombría. Como el delirio de un loco.
-¿Qué hace usted?- la voz de un hombre interrumpió. Elliot alzó la vista, incrédulo, sorprendido, irritado, y encontró a dos hombres junto al piano.
-¿Que qué hago? Estoy dando un concierto ¡bajen del escenario!
-¿Pero quién se cree que es usted para hablarle así a un gendarme?
-¿Qué? -Elliot estaba desconcertado, tenía al público expectante y a aquellos hombres allí interrumpiéndole y haciendo preguntas, la mente del pianista no entendía qué estaba ocurriendo.
-Está usted realizando un allanamiento de una propiedad del estado.- informó el primer hombre.
-Es un pobre loco…-le susurró, pero de forma perfectamente audible para Elliot, el segundo hombre al primero.
Como una estampida de elefantes irrumpiendo en una tienda de figuritas de cristal, como una pompa de jabón gigante estallando, como si en un silencioso desierto explotaran de repente millones de fuegos artificiales, aquella ilusión se rompió. Se rompió, desapareció, se desvaneció. Ya no había público, ni traje nuevo sobre el cuerpo de Elliot. El pobre se había quedado en estado de shock, su mente se había quedado suspendida en el vacío.
El telón recogido a los laterales de aquel escenario era, en realidad, el marco de una escena en que un hombre con apariencia de vagabundo se había inclinado ante unas gentes inexistentes, y se había sentado junto a un piano cubierto de polvo y telarañas. Elliot estaba en un teatro abandonado y en ruinas. Sí era cierto que le había arrancado a aquel teclado la maravillosa melodía, de hecho el sonido había llamado la atención de dos gendarmes que hacían guardia en la puerta principal. Los mismos que se llevaron a Elliot, el pobre pianista que fue a dar sus huesos en la celda de un hospital psiquiátrico. El mismo de cuyos labios no se volvió a oír salir una palabra. Solo escribió su nombre en un papel que le entregó a su psiquiatra, el médico que llevaría a partir de aquel momento su caso, su enfermedad. Aquella triste enfermedad que le había hecho ver a través de un filtro de riqueza e irrealidad, una vida que no había tenido lugar más lejos de su mente. ¿Dónde estaba el límite entre la realidad y la ficción? ¿Qué había ocurrido de verdad?
El doctor Léon, el psiquiatra que llevaba a Elliot, andaba perdido en el diagnóstico de su demencia. Podía ser neurodegenerativa, o un trastorno paranoide a raíz de una situación traumática, un trastorno orgánico en que alguna especie de tumor en el cerebro le impedía el funcionamiento normal… Léon trató de aplicar el reciente psicoanálisis de Freud en vano, pues Elliot no hablaba.
El caballero de Montparnasse, espíritu bohemio reflejado en sus amistades, el pensador profundo que quería hacer historia al volante de un piano de cola, se había convertido en un hombre de mirada vacía, un eslabón perdido por la cordura que se desató en su cabeza: un loco. Apenas se movía, no comía. Nadie podía saber que pensaba, si era consciente de lo que había ocurrido. Léon estaba convencido de que era un hombre desilusionado, aquella desilusión que le trajeron los dos gendarmes en aquel teatro. Un manto silencioso cubría ahora aquellas escenas de la fiesta parisina de la década de 1920.
Al cabo de poco tiempo murió, puede que de hambre, de tristeza, del tumor que le impedía ver la realidad, si es que había realmente algún tumor. Léon encontró entre sus pertenencias las partituras que en su día Elliot había preparado para el concierto, aquella melodía. Por curiosidad, mandó a un joven pianista que le interpretara aquella pieza y descubrió a un genio tras los pentagramas, sí que era un pianista, excelente compositor además. Se sintió mal, ¡el talento que se había perdido el mundo! Decidió investigar por su cuenta el pasado de aquel enfermo tan peculiar.
Buscó su nombre en el registro civil, se dirigió a la casa en Montparnasse. Lejos de una vivienda lujosa, se trataba de un edificio desocupado, sin techo, derruido, en un recóndito callejón de aquel barrio. Las puertas de los pisos abiertas, entró en el que pertenecía a Elliot. En el salón había la mitad de un piano astillado, vestigios de alfombras persas. Halló en el baño una bañera de mármol amarillento; una fuerte olor a bourbon le hizo echarse atrás, no sin tiempo de ver bichos negros corretear en el fondo de la bañera: cucarachas sucias cuyos pasos crepitantes dieron náuseas al visitante que tuvo que salir de la estancia -si es que alguien con los sentidos cuerdos podía estar en aquel asqueroso lugar y llamarlo estancia. No había más mueble ni decoración que parte de los cimientos caídos sobre el suelo del piso.
Más tarde, revolviendo entre los informes de los bombardeos durante la guerra, supo que una bomba había caído en aquel edificio en 1917. Un vagabundo que vagabundeaba junto al portal del edificio donde vivía Elliot le contó que aquella bomba irrumpió en el piso en mitad de una fiesta cuyo anfitrión había sido el mismo Elliot. “Estaban todos sus amigos y familiares en el salón, escuchándole interpretar la novena sinfonía de Ludwig van Beethoven, cuando la bomba atravesó el tejado y cayó allí en medio, pero no estalló en seguida. El pánico se apoderó de la gente, empezaron a empujarse para salir corriendo. Eran demasiados, el pelotón de gente empujó sin intención a Elliot que perdió el equilibrio y cayó por la ventana. La bomba estalló segundos después, murieron todos, incluso un chucho que se llamaba Quentin o algo así” le había contado entre sorbos a un cartón de vino, el vagabundo a Léon.
-¿Qué pasó con Elliot?- le preguntó.
-Le dio un nosequé en la cabeza, un coma creo.
-Claro, el coma le causó la demencia…-la mente de Léon encadenaba conceptos rápidamente.
-Sí bueno que al cabo de un año, tocado el fin de la guerra mundial, apareció por aquí. No le reconocí porque estaba muy descuidado y antes de la tragedia había sido un hombre rico, elegante, un caballero. En seguida me di cuenta de que estaba tarado, hablaba en voz alta y mandaba callar a Quentin por si molestaba a los vecinos. Un día le seguí en uno de sus paseos, ya ve usted que salía mucho a pasear, le seguí hasta Montmartre. Pobre tarado…hablando solo por la calle. Caminaba y se sentaba en algunos portales. Subió a una azotea deshabitada y bajó después de un rato. No sé, por la noche se venía aquí al suelo a beber conmigo. Hablaba poco.- contó, con indiferencia, el vagabundo. El vino volvió a descender por su garganta.
-¿Y de qué hablaban?
-¿Usted cree que me voy a acordar…? ¡Venga hombre mi vida es una cogorza continua!-el andrajoso rio estruendosamente. Léon no sabría decir que cosa se encontraba en peor estado, si el edificio en ruinas o la dentadura de aquel hombre.
-Que suerte haberle encontrado sobrio entonces.-apuntó, irónico, Léon.-Por cierto, ¿cómo se llama?
-¿Yo? Marcel.
-Encantado, soy Léon. Me ha sido de gran ayuda, tome y dese un baño en alguna pensión.- se despidió, al tiempo que le daba unas monedas.
-¿Que me dé un qué? ¡Buen whisky aguardes para esta noche, hígado mutilado!- se carcajeó el vagabundo volviendo a su rincón, llevándose consigo el pestilente olor, mezcla de vino, rata muerta, orín y sudor.
Si aquel hablar del vagabundo era cierto, las ideas de Léon se habían aclarado bastante. Decidió llevar las partituras de Elliot el loco al conservatorio de París, esperando que llegasen a ser interpretadas en un concierto real y que recibiesen así el reconocimiento que Elliot esperaba. Léon estaba seguro de estar haciendo lo correcto. Estaba seguro de que alguien como Elliot estaría de acuerdo en dar a conocer su obra: un genio solo puede llegar a ser genio si es ambicioso, y la gran ambición del hombre es dejar huella, sorprender, llegar a la cima.

María Gisbert