-1-
El
Hombre
(Así
me lo contaron y así lo escribo)
Lo mismo que todos los días, muy
temprano, el hombre se levantó y se dirigió al aseo. Cuando se vio
en el espejo se dio cuenta lo que había envejecido su rostro y de
todo el tiempo trascurrido y mal utilizado. Le dieron nauseas y
tuvo que vomitar toda la amargura acumulada en su interior; no supo
si era bilis o las mismas entrañas lo que le salía por la boca. En
lugar de ir al dormitorio y vestirse con el traje que había
elegido la noche anterior, se puso la ropa interior térmica
usada en el último viaje por Europa, vaqueros, forro polar y las
viejas botas que siempre utilizaba para salir al campo. Luego en el
garaje preparó un par de cajas donde fue introduciendo en orden y
con cuidado las herramientas más imprescindibles, alambre y un
ovillo de cuerda. Añadió una lámpara de aceite, mechas y los
cacharros de acampada que sus hijos solían utilizar en las
excursiones. Al hombre cada vez le pesaba más la decisión tomada y
no quiso volver y echar una última mirada en los dormitorios donde
quedaban dormidos sus seres queridos. Enormes lágrimas se tragó
con rabia y en silencio introdujo en el maletero de su coche las
pocas propiedades elegidas. Este pensamiento le había venido
muchas veces a la cabeza, incluso lo había comentando con su esposa
e hijos en alguna ocasión pero éstos, no le habían prestado la
más mínima atención. Le costó trabajo, pero al fin tomó la
gran decisión, definitivamente intentaba escapar porque no le
gustaba nada la vida que llevaba.
Siguiendo con lo
planeado, se dirigió a uno de sus Centros de trabajo y entregó al
celador dos sobres cerrados para que se los diera a su superior. Uno
contenía la dimisión de todos sus cargos y, el otro, pedía la
excedencia sin saber hasta cuando. Después visitó unos grandes
almacenes e hizo unas pequeñas compras. Dejó aparcado su coche en
un lugar visible cerca de su domicilio, llamó a un taxi y mientras
trasladaba las dos banastas de maletero le dijo al taxista:
-Llene el depósito y
prepárese para un largo viaje, yo le iré indicando el camino.
Cuando dejemos el asfalto fíjese bien en los cruces porque, de lo
contrario, le será muy difícil encontrar como volver a su casa.
Durante el trayecto los silencios
eran enormes, cada minuto que pasaba se alejaba más de su mundo.
Atrás quedaban las grandes cenas, cruceros y bonitas vacaciones.
Sólo le dejaba tranquilo pensar que las cuentas de los bancos y el
dinero que le daban por sus propiedades serían suficientes para
que los suyos no pasaran ninguna necesidad. Cuando el conductor se
interesó y le preguntó, intentando saber algo más del pasado de
tan raro pasajero, el cual se parecía a una mezcla de religioso y
aventurero este respondió:
- No importa quien soy y mucho menos mi nombre. Desde ahora me llamo “Hombre” y voy en busca de aquel feliz y alegre hombre que poco a poco se ha ido perdiendo.
- No importa quien soy y mucho menos mi nombre. Desde ahora me llamo “Hombre” y voy en busca de aquel feliz y alegre hombre que poco a poco se ha ido perdiendo.
Cuando llegaron al
viejo caserón abandonado y casi derrumbado, descargó sus cajas y
cogiendo todo el dinero que llevaba en los bolsillos se los entregó
al chofer diciendo:
-Tome, esto es todo lo
que tengo, creo será más que suficiente y a usted le hará falta,
yo ya no lo voy a necesitar para nada. ¡Ah, recuerde… olvide que
me ha visto!.
Mientras que el
coche se iba dejando una nube de polvo, el recién llegado rompió en
pequeños trozos entre dos piedras el reloj y los móviles de
última generación; así no tendría ninguna tentación de
comunicarse con nadie. Aquí el hombre tenía ventaja, pues habían
sido muchos los años que había ido de excursión por el lugar.
Sabía donde encontrar bayas, hongos, bellotas dulces, vegetales
comestibles y los sitios donde acudían las diferentes especies de
animales silvestres.
La tarde pasó
intentando organizar y hacer un poco cómoda la habitación, pues
desconocía el tiempo que iba a permanecer en él. Al lado de la
chimenea colocó lo que sería su cama formada con montones de hojas
y hierbas secas y en el otro lateral una puerta caída le serviría
de mesa sobre la que dejó un paquete de 500 folios, un puñado de
bolígrafos y algunos mecheros. Aprovechó un tablón como banco en
el que se sentaría y escribiría durante las largas noches
iluminado por una lámpara de aceite. Nadie entre tanta pobreza se
había sentido tan rico pues el hombre tenía todo lo que deseaba y
podía necesitar.
Amaneció el primer
día con un sol brillante. Por la mañana cavó la tierra que había
al lado del pozo y formó dos eras donde sembraría las pocas
semillas de hortalizas propias de invierno que había adquirido.
Allí sería fácil regarlas utilizando la paciencia y el viejo
cubo de latón. Cuando a la mañana siguiente fue a ver su huerto por
poco se le para el corazón. El hombre no había pensado lo que le
guardaba el destino. Todo su trabajo estaba destrozado. Entonces el
hombre cambió de opinión y pensó en matar al animal responsable
de tanto mal. Tardó todo el día en construir una cerca
aprovechando la madera de un olmo que se había caído con las
fuertes lluvias y se las ingenió para que la puerta se cerrara
después de entrar el cochino.
Dos noches pasaron
hasta que el puerco cayó en la trampa. Cuando al salir el sol el
hombre bajó a mirar su invento y se encontró con el enorme jabalí
se llevó un gran susto. Se sentó sobre un palo de la valla y lo
observó mientras pensaba que, aunque era otoño, el invierno se
podía adelantar y conociendo los hielos y las bajas temperaturas que
se alcanzaban en la zona, la pieza le podría proporcionar la carne
para sobrevivir un largo tiempo; ya encontraría la forma de
conservarla. Así que, machete en mano, se tiró al interior y
empezó a aproximarse. El jabalí se apartó y cuando se vio
acosado envistió con fuerza. El hombre voló por los aires y cayó
de cara sobre la tierra; después de un tiempo se levantó y
decidido atacó con la intención de hundir hasta la empuñadura su
arma en el cuello de su presunto enemigo, llevándose un segundo
revolcón. Así, hasta cinco veces. Cansado maldijo el momento y se
retiró magullado, atontado y sin fuerzas arrastrándose ladera
arriba en busca de su cobijo. Cuando entró, se sentó, bebió dos
tragos de agua y escupió una mezcla de sangre y tierra. A su cabeza
acudieron muchos pensamientos, pero habría de cambiar la forma de
matarlo. Así que allí lo tendría varios días encerrado, sin agua
ni comida, hasta que perdiera las fuerzas.
Tampoco se
desesperó cuando no pudo matar un conejo a pedradas. Los frutos
silvestres y setas no eran suficientes para su estómago y éste le
pedía a su cerebro que ideara la forma de aportar proteínas.
Entonces surgió el instinto del hombre cavernícola y echó manos
de aquello que le ofrecía la naturaleza. Buscó una rama de pino un
poco arqueada y flexible; uniendo sus extremos con una cuerda
fabricó el arco que le proporcionaría la energía suficiente para
impulsar las flechas hechas de palos finos y rectos. El hombre creó
el arma perfecta y silenciosa que le dio el triunfo para callar los
gritos con que habla el hambre. Tal perfección adquirió en su
manejo que en un solo día llegó a no fallar un solo disparo. A
partir de entonces el tiempo se empezó a contar por conejos muertos.
Cada conejo equivaldría a dos días, este era el tiempo que tardaba
en comérselo asado a fuego lento y troceado en cuartos.
Los encuentros con
el jabalí fueron sucediendo día tras día y lo que empezó siendo
una lucha por sobrevivir poco a poco fue cambiando y se convirtió
en una diversión. Hombre y animal acabaron siendo amigos y a diario
comprobaban sus fuerzas y se entrenaban en un juego que les ayudaba
a mantener la masa muscular. Ya no era necesario cerrar la puerta
porque el cerdo entraba y salía cuando quería convirtiéndose en un
verdadero compañero más que en animal de compañía. El hombre
lentamente se deshumanizó y no quiso tener ningún contacto con el
mundo exterior evitando los encuentros con la gente que a veces
paseaba por los alrededores.
El hombre nunca tuvo
miedo. Entre hondos pensamientos y reflexiones profundas el hombre
se había encontrado. En todo este tiempo fue escribiendo en papel
aquellos ideales no conseguidos y sueños inalcanzables. La soledad
le había enseñado a saber escuchar, la pobreza a apreciar la
posesión mas insignificante y entender la felicidad con los pequeños
logros y a guardar un poco ante la inseguridad del futuro. Sobre la
vieja mesa quedaron ordenados el montón de folios escritos a mano,
llenos de hondos sentimientos y numerados a doble cara del 1 al
958. El primer folio con letra gruesa contenía un título rotulado
en mayúsculas y subrayado “Vuelta a la Vida” y en
el último con trazos muy fuertes el vocablo “Fin”.
Entonces el Hombre creyó que lo tenía
todo hecho y quiso enfrentarse a su último reto, eligió la noche
más fría de aquel largo invierno y envuelto en la más profunda de
las soledades, desnudo y en posición fetal se recostó sobre un
arbusto dejando que, poco a poco, se enfriaran sus venas con la
intención que lentamente el hielo penetrara en su corazón.
Como era de
esperar, la noche fue dura no teniendo compasión y no pasó mucho
tiempo hasta que aquel cuerpo desnudo y abandonado a su destino
comenzara a sentir los efectos del frío. El hombre realmente se
equivocaba entregándose a un fin tan duro; no era necesario tentar a
la muerte cuando aún era joven. El hombre no pensó que es mucho
mejor sentirse viejo que morir joven y solo. En su situación
pensaba que aunque la vida siempre es buena, a él no le había sido
del todo justa; una vez más se equivocaba. Pequeños grumos de
escarcha habían caído en el suelo formando un tapiz blanco
estrellado lo que a la poca luz de la
luna formaba una imagen
que iba penetrando en la retina del hombre mientras los latidos cardiacos se
pausaban produciendo una lentitud en aquel corazón que luchaba por
no detenerse.
Cuando el hombre no
pudo soportar un instante más, el peso de sus párpados, al cerrar
los ojos, escuchó el ruido de unas pisadas como se aproximaban,
luego un leve empujón intentó despertarlo, empujón que se repitió
y en que se podía palpar el amor agradecido de un grueso cuerpo
que fue capaz de colocarse suavemente encima de él transmitiéndole
parte de su calor. El roce con una piel áspera, con gruesos y
abundantes pelos le hizo estremecerse dentro del embobamiento y
extender sus brazos agarrando con cariño al compañero de los
últimos meses. En esa posición transcurrió el tiempo necesario
hasta que el animal sintió como el hombre reaccionaba, entonces con
todo el cuidado que puede poner un ser salvaje, ayudándose de su
hocico lo colocó atravesado encima del lomo, después caminó muy
despacio para no perder su carga hasta introducirlo en su sencilla
cama, ahora mas cómoda al encontrarse parcialmente cubierta con
pieles de conejo y próxima a las pocas brasas que aún relucían
entre la ceniza de la chimenea. Allí quedo tendido el cuerpo frio
y, a su lado, muy cercano, el costado del jabalí dándole calor.
El hombre bostezó
y se desperezó justo cuando los primeros rayos de sol entraban por
las rendijas de la vieja pared. Tendido en su primitiva cama pensó
que había transcurrido mucho tiempo, una eternidad, pero sólo
habían sido como unas cuantas horas las permanecidas atontado por
el intenso frío, fenómeno que no había conseguido matarlo sino
hacerlo mucho más fuerte. Sintió inmensa alegría y paz porque
en sí era un hombre libre. De su corazón brotaba tanta libertad
que tuvo el valor de escucharlo y se juró demostrar a todo el mundo
que no era un hombre tan duro. Sentándose sobre el banco y
apoyando ambos puños sobre sus sienes surgieron las primeras
reflexiones. Se dio cuenta que su misión en la vida no era cambiar
el mundo y si quería conseguir la felicidad, habría de hacer las
cosas sin ninguna obligación. Se había enseñando a no soñar la
vida y comprendió que había vivido su gran sueño.
Se levantó y caminó
unos pasos, aquellos que pudo dar en la pequeña habitación. Sus
piernas estaban frías y el hambre empezó a manifestarse con los
retorcijones que puede reproducir un estómago después de haber
sido sometido a un ayuno. Cogió el arco en una mano, en la otra
unas flechas y salió en busca del alimento que callaría el
movimiento continuo de sus tripas; de cerca le seguía el cochino que
echó a correr desapareciendo por una pequeña loma. Muy próximo, en
la cima de una encina estaba un gavilán que miraba los movimientos
que se producían a su alrededor. El hombre tensó la cuerda de su
arco y por instante apuntó a la ave mientras se hacía las cuentas
que así solucionaba dos problemas: carne para ese día y eliminaría
un competidor a la hora de encontrar comida; pero no se cegó en su
objetivo, bajó su arma y la preciosa ave le miró levantando el
vuelo.
Debía ser sábado
porque no muy lejos se escuchaba la voz de excursionista y
deportistas que recorrían los caminos en bici de montaña. El hombre
corría intentando esconderse entre los arbustos cuando de pronto se
tropezó con uno de sus amigos.
- ¿Eres…? ¿Eres tú…?
¿Eres…eres…?. Dime…
A lo que el hombre
respondió:
-Sí, hasta ahora solo
he sido “El Hombre”. Hoy vosotros recuperáis al amigo
desaparecido.
Se acercó y lo abrazó.
Tenía la cabellera enredada y junto a una barba blanca se escondía
el rostro que a golpe de hielo y sol se había endurecido a través
del tiempo. Su mirada penetrante parecía misteriosa y sus ojos
encendidos trasmitían paz y serenidad, sentimientos que quiso
contagiar al resto del grupo conforme fueron llegando.
A la hora de
partir metió en un saco algunas de sus pocas pertenencias y el taco
de folios que había escrito. Luego se desplazó hasta una pequeña
loma silbando para atraer al cochino y poder despedirse. Pero no
dio resultado, posiblemente el animal olía a humano por lo que no
era bueno arriesgar la vida. No insistió, bajó la cabeza y caminó
despacio subiéndose al automóvil y tras cerrar de un portazo dijo:
-¡Marchémonos ya!...
Si me dais más tiempo puedo pensar, cambiar de decisión y seguir
aquí con mi paz y mi libertad. Vosotros habéis tenido la ocasión
de ver una parte muy pequeña de lo que ha sido la gran etapa vivida
en pleno contacto con la naturaleza. .
El reencontrado
hombre volvió a su hogar pero nadie supo lo que lloró cuando se
encontró con su familia. Volvió a su trabajo y se enfrentó a
diario con los continuos problemas, cierto es que la experiencia
vivida le había transformado. Pensaba más las cosas, toleraba los
fallos de sus hijos y era incapaz de desperdiciar el tiempo; cada
décima de segundo lo saboreaba e intentaba sacar el máximo provecho
sin olvidar ofrecer la buena cara ante las difíciles situaciones.
Nadie pudo decir jamás que su actitud o sus decisiones fueran
malas, pero al hombre le faltaba algo. A menudo sus pensamientos le
devolvían a su deseado mundo mientras le invadían unas ganas
inmensas de encontrarse con su inolvidable amigo: el jabalí que odió
hasta desear con todas las ganas su muerte y que luego amó sin
límites. Por ello cuando Antonio le dijo que esa misma tarde iban
al ansiado destino le temblaron las piernas y no pudo dormir durante
toda la noche.
De buena mañana se
levantaron, desayunaron tranquilamente y se prepararon para salir al
monte. La intención era buscar setas de cardo al mismo tiempo que
daban un gran paseo y disfrutaban de todo lo que les podía ofrecer
el campo en esas fechas.
Al llegar a un gran
claro del monte donde solo crecían pequeños arbustos y
espliego, se fueron deteniendo para reagruparse y poder seguir la
marcha. Enfrente, a un centenar de metros, y en interior de un
chaparro se escuchó el movimiento de un animal que lentamente asomó
su morro e inició un galope en dirección al grupo. Algunos se
pusieron a correr.
-¡No!, ¡no!, ¡no os
asustéis, es mi… es mi amigo…! – y lanzando la bolsa de
setas corrió con los brazos abiertos al encuentro del que en un
tiempo fuera su compañero y salvador. Se tropezaron; el hombre
agarrado al cuello del cochino besó su frente muchas veces hasta
caer al suelo revolcándose los dos en medio de una nube de polvo al
mismo tiempo que chillaban. Por un momento, entre el grupo, hubo
confusión, luego los ojos se hicieron brillantes empañándose de
lágrimas mientras el aire olía a romero y lavanda.
Déborah Azor Sánchez
Déborah Azor Sánchez
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