A
DONDE VAN LAS FLORES MARCHITAS
Julia
Fernández Payá
Hay
cosas de las que nadie habla hasta que desgraciadamente la vida te
golpea con ellas para que te des cuenta de que están ahí y de que
en cualquier momento pueden volver y por eso debes enfrentarte a
ellas con valentía aprendiendo a verlas desde otra perspectiva. Es
una palabra que nos llena de inseguridad y temor. Veis, ni siquiera
yo me he atrevido a comenzar este relato nombrándola. Mi refiero a
la muerte.
En
el momento en el que habéis leído el tema que va a tratar el
siguiente relato os creéis que éste va a ser triste. Pero en estas
líneas no todo es llanto. En estas líneas se encuentran muchos
aspectos de la muerte y también de la vejez, algunos más tristes y
otros bellos y esperanzadores. Tememos a la muerte porque para
nosotros es algo desconocido y lleno de misterio. Amigos, si no
sabemos nada de lo viene después, ¿por qué la tememos? ¿Por qué
pintamos de negro algo que desconocemos?
Nuestro
verdadero miedo a la muerte nos viene de que la muerte siempre es
señal de despedida y de lágrimas. Decimos adiós a nuestros seres
más queridos y eso es realmente doloroso. Nosotros nos quedamos aquí
en la Tierra, pero ¿y ellos? ¿A dónde van ellos? ¿O nosotros el
día de mañana? En mi opinión, la vida está realmente bien hecha
como para que tenga tan triste final, algo tan perfecto como la vida
no puede tener un final tan trágico, ni siquiera pienso que pueda
tener un final. Es un misterio que nunca podremos resolver pero que
si dedicáis un poco de vuestro tiempo a leer esta historia puede que
lleguéis a creer en lo mismo que yo.
Emily
es una chica de diecinueve años que cuenta como vivió, cuando tenía
diez años, los últimos meses de la vida de su abuelo, el señor
Redmond, junto a él. Fue cuando su familia, en vista del delicado
estado del señor Redmond y de su soledad tras su viudedad, decidió
mudarse los últimos meses de vida de su abuelo a su granja en el
estado de Alabama. Emily pudo acompañarlo en el último tramo del
camino, de su camino.
“Los
últimos años de mi abuelo fueron como sus primeros. Es decir, era
como si su infancia hubiera vuelto. La vida parece que sea un camino
recto, en línea recta, pero en realidad yo la veo como un círculo,
en el que se dan vueltas y vueltas, sin final, infinito. Mi abuelo
partió en un frío invierno un 28 de Diciembre a los 75 años.
Las
personas mayores son como las bellas pero delicadas flores que no
pudiendo soportar el frío invierno marchitan y se van con los
gélidos vientos del Norte.
Aún
recuerdo como si ahora lo estuviera viendo con mis propios ojos el
lugar preferido en el mundo de mi abuelo. A él le gustaba sentarse
en las cálidas noches de verano en el pórtico de la entrada de su
casa de campo, allí en Alabama. Recuerdo su bastón hambriento de
una capa de barñiz perfectamente apoyado en la barandilla carcomida
del pórtico. A cada paso el viejo suelo de madera del pórtico
parecía estar a punto de abrirse bajo nuestros pies como si de una
trampilla se tratara. Las ventanas que daban al pórtico permanecían
abiertas en verano, gracias a unos trozos de papel de periódico
varias veces doblados incrustados muy cerca de las bisagras, mientras
tanto las cortinas danzaban sin prisas al ritmo de la música del
caluroso viento de Alabama. También recuerdo el chirriar de su vieja
mecedora amalgamado con el sonido de los nocturnos grillos.
Él,
ahí sentado, ordenaba cada noche cuidadosamente la estrellas con su
mirada siempre joven y viva. Era tal su concentración que parecía
contarlas una a una. Mi abuelo amaba las estrellas. Yo simplemente me
dedicaba a sentarme a su lado pacientemente esperando a que él me
contara aquella historia que nunca me cansaba de escuchar, ni él de
contar, acerca de esas pequeñas lucecitas que cada noche iluminaban
su mundo y por lo tanto, el nuestro.
Mi
abuelo era un hombre que había vivido junto a su mujer en la gran
ciudad de Montgomery durante toda su juventud y madurez. Hasta que,
desgraciadamente, mi abuela nos dejó a los 67 años de edad por un
problema del corazón.
En
ese momento, la vejez visitó a mi abuelo de golpe, de repente, sin
previo aviso, vistiendo su vida de un color plomizo. La vitalidad y
la luz con la que emprendía el viaje de cada nuevo día se había
ido, el color de su cabello adquirió un nuevo tono encalado, en su
caminar se advirtió una nueva curva y un nuevo ritmo con menos
prisas, como si considerará que caminar había perdido todo el
sentido al no tener un sitio a donde ir, o tal vez, al no tener una
mano de la que colgarse delicadamente. Esa dulce mano tuvo que ser
sustituida por un modesto cayado de madera. Nuevos pliegues se
distinguían en su rostro, que ahora parecía estar notablemente
cansado. También se podía otear que se había acrecentado la sombra
de sus cejas. Pero bajo esa sombra y a pesar de todo, su mirada
permanecía viva, joven y esperanzadora.
Mi
abuela se fue sin previo aviso, partiendo en la oscuridad y en la
quietud de una fría noche de invierno mientras todos descansaban,
para no tener que enfrentarse a la triste despedida, arropada por la
estrellas y velada por la luna. En ese mismo instante, mi abuelo supo
que todo lo que le había retenido en Montgomery durante tanto tiempo
se había ido y todo su alrededor se había vuelto desconocido para
él. Ahí fue cuando mi abuelo, el señor Redmond, abandonó, en la
vejez y en la desgarradora pérdida, la gran ciudad. Decidió en la
vejez volver al lugar donde él había nacido y vivido su infancia,
la cual él recordaba con cariño y ternura. Es decir, mi abuelo
volvía en la vejez al lugar donde había sido niño muchos años
antes. Mi abuelo nunca volvió a hablar de mi abuela a partir del día
de su fallecimiento, mi abuelo decidió intentar dejar su recuerdo en
Montgomery.
Mi
abuelo pudo huir de Montgomery pero jamás pudo huir de aquellas
estrellas que le observaban cada noche, de ellas no.
Aún
recuerdo nítidamente el recorrido que realizaba el surco de la
pequeña lágrima, que siempre derramaba, deslizándose por su
mejilla esquivando los baches de los pliegues de su cansada piel que
los años habían tatuado en su rostro. Esa lágrima, que refrescaba
su piel mientras ordenaba astros, era símbolo de que en alguna de
esas estrellas estaba guardado cuidadosamente el recuerdo de mi
abuela. Solo él sabía en que estrella guardaba ese vivo y luminoso
recuerdo, tal vez era aquel cuerpo celeste, que eclipsaba a las demás
estrellas sobre aquel oscuro paisaje, llamado lucero.
La
historia que mi abuelo contaba sobre las estrellas era la de que,
según él, en cada estrella se protegía un alma. El alma de las
personas que se despedían de las flores y saludaban a las estrellas,
el alma de las personas que iluminaban la tierra y ahora el cielo, el
alma de aquellos que tras caminar muchos años desaprendieron a
caminar para aprender a volar, acabado su camino aquí en la tierra,
marchitos sus pétalos.
Un
día, mientras él se fundía en aquella historia, vi caer una
estrella del cielo y le pregunté acerca de esas estrellas que
descienden del firmamento. Aún recuerdo aquella conversación:
– Abuelo, y ¿qué
me dices de aquellas estrellas que se caen, de las estrellas fugaces?
¿Qué pasa con aquellas almas de las que hablas?
– Querida Emily,
esas almas emprenden el viaje más hermoso de todos, ellas regresan a
la tierra.
– ¡Pero abuelo! Y
una vez que están aquí, ¿a dónde van?
Me
sonrió al ver mi alarmada mirada y mi preocupación por aquellas
almas. Y seguidamente continuó con la historia.
– Esas estrellas
dirigen su vuelo de nuevo a la tierra porque necesitan ocupar otro
cuerpo en algún lugar de este mundo. En forma de encina, de
golondrina, de salmón, de margarita... O de bebé.
– Abuelo, es muy
bonita esa historia pero, ¿por qué se necesitan almas?
Y
él me respondió algo que en esa época no entendí realmente, pero
que ahora ya entiendo a que se refería.
– Cuerpos se forman
cada día, pero las almas se formaron al principio de los tiempos,
hace millones y millones de años.
Pues
sí, según su teoría, las almas están ahí colgadas en el cielo
esperando a que una nueva vida las necesite. De lo que mi abuelo
estaba seguro es de que el alma de la abuela aún no había
descendido. Él tenía el presentimiento de que ella seguía allí,
en algún lugar del firmamento, brillando, observándole,
esperándole.
Los
últimos meses de la vida de mi abuelo transcurrieron sin prisas en
su modesta casa del árido campo del tranquilo estado de Alabama. A
menudo, quedaba dormido en su mecedora, el calor del verano lo
anestesiaba lentamente sin previo aviso a mitad de nuestros
coloquios. La imagen del viento balanceando lentamente su mecedora,
me recordaba a como se mece la cuna de una pequeña criatura
somnolienta. Recuerdo como el cálido viento despeinaba sus pálidos
cabellos desteñidos y hacía bailar lentamente uno de los extremos
de los bajos de su fina camisa a modo de banderín. Solo lo entraban
en la casa, con una silla de ruedas, para dormir, como un nene al que
llevan en carrito. Para dormir tenia que usar un pico como si también
en eso estuviera volviendo a su niñez. Con el tiempo, nuestras
conversaciones se redujeron a sonrisas y miradas, mi abuelo había
desaprendido a hablar. Inmóvil en su mecedora mis padres le daban de
comer papillas. Lo que él había hecho por mi madre cuando ella era
solo un bebé ahora lo estaba haciendo ella por él. Lo único que no
había cambiado era aquella lágrima resbaladiza, y la viveza y
juventud de su mirada que jamás apartó de las estrellas. En la
vejez mi abuelo volvió a ser un niño, como todas las personas
cuando van envejeciendo. Ellas vuelven a ser niños para volver más
adelante a nacer. Como un círculo en el que das una vuelta pero
ninguna fuerza te impide volver a dar otra y otra y otra y otra...
Llegó
el invierno y la mecedora tuvo que entrar en casa. El cielo se llenó
de blancas y frías estrellas fugaces que caían rápidamente
emblanqueciendo los campos de Alabama. A través del cristal empañado
y entre las estrellas de hielo, la tarea de ordenar aquellos cuerpos
celestes se complicaba. Ante esto, mi abuelo a veces perdía aquella
mirada fija en un solo punto y después recobraba su posición tras
un momento de pequeña confusión. Todos estos años había sido amor
lo que sentía por las estrellas, pero los últimos meses se
convirtió en una pequeña obsesión para él. Mi abuelo ya estaba
perdido entre las estrellas, ya no notaba mi presencia o si la notaba
no me reconocía. Él estaba ya más cerca de ellas que de mí. Lo
único que todavía conocía era a ellas.
Una
noche, un 28 de diciembre, mi abuelo emprendió en silencio el viaje
hacia su preciosa estrella que estaba esperándole junto a otra muy
brillante. Mientras, su cuerpo cansado quedó durmiendo en la
mecedora, iluminado por la luz estelar que entraba por los cristales
de la vieja ventana, en medio de una como otra fría y
resplandeciente noche de invierno.
Cuando
nos dimos cuenta de que mi abuelo ya no estaba con nosotros,
derramando un mar de lágrimas, abrí la puerta principal de la casa
que daba al pórtico y mirando al cielo vi que dos astros habían
ante mis mojados ojos que chispeaban más que ningunos otros en todo
el firmamento. En cuestión de segundos, vi descolgarse de la oscura
imagen a aquellas dos estrellas.”
Al
poco tiempo, al otro lado del mundo, en un lugar muy lejano al estado
de Alabama, florecieron en un árido bancal dos flores entrelazadas.
“Las
personas mayores son como las bellas pero delicadas flores,
que
no pudiendo soportar el frío invierno marchitan
y
se van con los gélidos vientos del Norte.”
“...Esas
almas emprenden
el
viaje más hermoso de todos,
ellas
regresan a la tierra...”
“El
alma de las personas que se despedían de las flores y saludaban a
las estrellas.”
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