dilluns, 18 de juny del 2012

A DONDE VAN LAS FLORES MARCHITAS


A DONDE VAN LAS FLORES MARCHITAS
Julia Fernández Payá

Hay cosas de las que nadie habla hasta que desgraciadamente la vida te golpea con ellas para que te des cuenta de que están ahí y de que en cualquier momento pueden volver y por eso debes enfrentarte a ellas con valentía aprendiendo a verlas desde otra perspectiva. Es una palabra que nos llena de inseguridad y temor. Veis, ni siquiera yo me he atrevido a comenzar este relato nombrándola. Mi refiero a la muerte.

En el momento en el que habéis leído el tema que va a tratar el siguiente relato os creéis que éste va a ser triste. Pero en estas líneas no todo es llanto. En estas líneas se encuentran muchos aspectos de la muerte y también de la vejez, algunos más tristes y otros bellos y esperanzadores. Tememos a la muerte porque para nosotros es algo desconocido y lleno de misterio. Amigos, si no sabemos nada de lo viene después, ¿por qué la tememos? ¿Por qué pintamos de negro algo que desconocemos?

Nuestro verdadero miedo a la muerte nos viene de que la muerte siempre es señal de despedida y de lágrimas. Decimos adiós a nuestros seres más queridos y eso es realmente doloroso. Nosotros nos quedamos aquí en la Tierra, pero ¿y ellos? ¿A dónde van ellos? ¿O nosotros el día de mañana? En mi opinión, la vida está realmente bien hecha como para que tenga tan triste final, algo tan perfecto como la vida no puede tener un final tan trágico, ni siquiera pienso que pueda tener un final. Es un misterio que nunca podremos resolver pero que si dedicáis un poco de vuestro tiempo a leer esta historia puede que lleguéis a creer en lo mismo que yo.


Emily es una chica de diecinueve años que cuenta como vivió, cuando tenía diez años, los últimos meses de la vida de su abuelo, el señor Redmond, junto a él. Fue cuando su familia, en vista del delicado estado del señor Redmond y de su soledad tras su viudedad, decidió mudarse los últimos meses de vida de su abuelo a su granja en el estado de Alabama. Emily pudo acompañarlo en el último tramo del camino, de su camino.

Los últimos años de mi abuelo fueron como sus primeros. Es decir, era como si su infancia hubiera vuelto. La vida parece que sea un camino recto, en línea recta, pero en realidad yo la veo como un círculo, en el que se dan vueltas y vueltas, sin final, infinito. Mi abuelo partió en un frío invierno un 28 de Diciembre a los 75 años.

Las personas mayores son como las bellas pero delicadas flores que no pudiendo soportar el frío invierno marchitan y se van con los gélidos vientos del Norte.

Aún recuerdo como si ahora lo estuviera viendo con mis propios ojos el lugar preferido en el mundo de mi abuelo. A él le gustaba sentarse en las cálidas noches de verano en el pórtico de la entrada de su casa de campo, allí en Alabama. Recuerdo su bastón hambriento de una capa de barñiz perfectamente apoyado en la barandilla carcomida del pórtico. A cada paso el viejo suelo de madera del pórtico parecía estar a punto de abrirse bajo nuestros pies como si de una trampilla se tratara. Las ventanas que daban al pórtico permanecían abiertas en verano, gracias a unos trozos de papel de periódico varias veces doblados incrustados muy cerca de las bisagras, mientras tanto las cortinas danzaban sin prisas al ritmo de la música del caluroso viento de Alabama. También recuerdo el chirriar de su vieja mecedora amalgamado con el sonido de los nocturnos grillos.

Él, ahí sentado, ordenaba cada noche cuidadosamente la estrellas con su mirada siempre joven y viva. Era tal su concentración que parecía contarlas una a una. Mi abuelo amaba las estrellas. Yo simplemente me dedicaba a sentarme a su lado pacientemente esperando a que él me contara aquella historia que nunca me cansaba de escuchar, ni él de contar, acerca de esas pequeñas lucecitas que cada noche iluminaban su mundo y por lo tanto, el nuestro.


Mi abuelo era un hombre que había vivido junto a su mujer en la gran ciudad de Montgomery durante toda su juventud y madurez. Hasta que, desgraciadamente, mi abuela nos dejó a los 67 años de edad por un problema del corazón.

En ese momento, la vejez visitó a mi abuelo de golpe, de repente, sin previo aviso, vistiendo su vida de un color plomizo. La vitalidad y la luz con la que emprendía el viaje de cada nuevo día se había ido, el color de su cabello adquirió un nuevo tono encalado, en su caminar se advirtió una nueva curva y un nuevo ritmo con menos prisas, como si considerará que caminar había perdido todo el sentido al no tener un sitio a donde ir, o tal vez, al no tener una mano de la que colgarse delicadamente. Esa dulce mano tuvo que ser sustituida por un modesto cayado de madera. Nuevos pliegues se distinguían en su rostro, que ahora parecía estar notablemente cansado. También se podía otear que se había acrecentado la sombra de sus cejas. Pero bajo esa sombra y a pesar de todo, su mirada permanecía viva, joven y esperanzadora.

Mi abuela se fue sin previo aviso, partiendo en la oscuridad y en la quietud de una fría noche de invierno mientras todos descansaban, para no tener que enfrentarse a la triste despedida, arropada por la estrellas y velada por la luna. En ese mismo instante, mi abuelo supo que todo lo que le había retenido en Montgomery durante tanto tiempo se había ido y todo su alrededor se había vuelto desconocido para él. Ahí fue cuando mi abuelo, el señor Redmond, abandonó, en la vejez y en la desgarradora pérdida, la gran ciudad. Decidió en la vejez volver al lugar donde él había nacido y vivido su infancia, la cual él recordaba con cariño y ternura. Es decir, mi abuelo volvía en la vejez al lugar donde había sido niño muchos años antes. Mi abuelo nunca volvió a hablar de mi abuela a partir del día de su fallecimiento, mi abuelo decidió intentar dejar su recuerdo en Montgomery.

Mi abuelo pudo huir de Montgomery pero jamás pudo huir de aquellas estrellas que le observaban cada noche, de ellas no.

Aún recuerdo nítidamente el recorrido que realizaba el surco de la pequeña lágrima, que siempre derramaba, deslizándose por su mejilla esquivando los baches de los pliegues de su cansada piel que los años habían tatuado en su rostro. Esa lágrima, que refrescaba su piel mientras ordenaba astros, era símbolo de que en alguna de esas estrellas estaba guardado cuidadosamente el recuerdo de mi abuela. Solo él sabía en que estrella guardaba ese vivo y luminoso recuerdo, tal vez era aquel cuerpo celeste, que eclipsaba a las demás estrellas sobre aquel oscuro paisaje, llamado lucero.

La historia que mi abuelo contaba sobre las estrellas era la de que, según él, en cada estrella se protegía un alma. El alma de las personas que se despedían de las flores y saludaban a las estrellas, el alma de las personas que iluminaban la tierra y ahora el cielo, el alma de aquellos que tras caminar muchos años desaprendieron a caminar para aprender a volar, acabado su camino aquí en la tierra, marchitos sus pétalos.

Un día, mientras él se fundía en aquella historia, vi caer una estrella del cielo y le pregunté acerca de esas estrellas que descienden del firmamento. Aún recuerdo aquella conversación:

Abuelo, y ¿qué me dices de aquellas estrellas que se caen, de las estrellas fugaces? ¿Qué pasa con aquellas almas de las que hablas?

Querida Emily, esas almas emprenden el viaje más hermoso de todos, ellas regresan a la tierra.

¡Pero abuelo! Y una vez que están aquí, ¿a dónde van?

Me sonrió al ver mi alarmada mirada y mi preocupación por aquellas almas. Y seguidamente continuó con la historia.

Esas estrellas dirigen su vuelo de nuevo a la tierra porque necesitan ocupar otro cuerpo en algún lugar de este mundo. En forma de encina, de golondrina, de salmón, de margarita... O de bebé.

Abuelo, es muy bonita esa historia pero, ¿por qué se necesitan almas?

Y él me respondió algo que en esa época no entendí realmente, pero que ahora ya entiendo a que se refería.

Cuerpos se forman cada día, pero las almas se formaron al principio de los tiempos, hace millones y millones de años.
Pues sí, según su teoría, las almas están ahí colgadas en el cielo esperando a que una nueva vida las necesite. De lo que mi abuelo estaba seguro es de que el alma de la abuela aún no había descendido. Él tenía el presentimiento de que ella seguía allí, en algún lugar del firmamento, brillando, observándole, esperándole.

Los últimos meses de la vida de mi abuelo transcurrieron sin prisas en su modesta casa del árido campo del tranquilo estado de Alabama. A menudo, quedaba dormido en su mecedora, el calor del verano lo anestesiaba lentamente sin previo aviso a mitad de nuestros coloquios. La imagen del viento balanceando lentamente su mecedora, me recordaba a como se mece la cuna de una pequeña criatura somnolienta. Recuerdo como el cálido viento despeinaba sus pálidos cabellos desteñidos y hacía bailar lentamente uno de los extremos de los bajos de su fina camisa a modo de banderín. Solo lo entraban en la casa, con una silla de ruedas, para dormir, como un nene al que llevan en carrito. Para dormir tenia que usar un pico como si también en eso estuviera volviendo a su niñez. Con el tiempo, nuestras conversaciones se redujeron a sonrisas y miradas, mi abuelo había desaprendido a hablar. Inmóvil en su mecedora mis padres le daban de comer papillas. Lo que él había hecho por mi madre cuando ella era solo un bebé ahora lo estaba haciendo ella por él. Lo único que no había cambiado era aquella lágrima resbaladiza, y la viveza y juventud de su mirada que jamás apartó de las estrellas. En la vejez mi abuelo volvió a ser un niño, como todas las personas cuando van envejeciendo. Ellas vuelven a ser niños para volver más adelante a nacer. Como un círculo en el que das una vuelta pero ninguna fuerza te impide volver a dar otra y otra y otra y otra...

Llegó el invierno y la mecedora tuvo que entrar en casa. El cielo se llenó de blancas y frías estrellas fugaces que caían rápidamente emblanqueciendo los campos de Alabama. A través del cristal empañado y entre las estrellas de hielo, la tarea de ordenar aquellos cuerpos celestes se complicaba. Ante esto, mi abuelo a veces perdía aquella mirada fija en un solo punto y después recobraba su posición tras un momento de pequeña confusión. Todos estos años había sido amor lo que sentía por las estrellas, pero los últimos meses se convirtió en una pequeña obsesión para él. Mi abuelo ya estaba perdido entre las estrellas, ya no notaba mi presencia o si la notaba no me reconocía. Él estaba ya más cerca de ellas que de mí. Lo único que todavía conocía era a ellas.

Una noche, un 28 de diciembre, mi abuelo emprendió en silencio el viaje hacia su preciosa estrella que estaba esperándole junto a otra muy brillante. Mientras, su cuerpo cansado quedó durmiendo en la mecedora, iluminado por la luz estelar que entraba por los cristales de la vieja ventana, en medio de una como otra fría y resplandeciente noche de invierno.

Cuando nos dimos cuenta de que mi abuelo ya no estaba con nosotros, derramando un mar de lágrimas, abrí la puerta principal de la casa que daba al pórtico y mirando al cielo vi que dos astros habían ante mis mojados ojos que chispeaban más que ningunos otros en todo el firmamento. En cuestión de segundos, vi descolgarse de la oscura imagen a aquellas dos estrellas.”

Al poco tiempo, al otro lado del mundo, en un lugar muy lejano al estado de Alabama, florecieron en un árido bancal dos flores entrelazadas.



Las personas mayores son como las bellas pero delicadas flores,
que no pudiendo soportar el frío invierno marchitan
y se van con los gélidos vientos del Norte.”

...Esas almas emprenden
el viaje más hermoso de todos,
ellas regresan a la tierra...”

El alma de las personas que se despedían de las flores y saludaban a las estrellas.”