Jorge Luis Borges murió un 14 de junio de hace treinta años, en Ginebra. Y lo hizo con resignación: Borges no soportaba quedar reducido a nada. Apenas un par de años antes escribió aquella descomunal Elegía a su amigo, el abogado judío Maurice Abramowicz, que acababa de morir. La podemos leer como compuesta también para su propia muerte, que sentía cercana. Extraigo de ella algunos párrafos que merecen ser leídos despacio, sin prisa, como homenaje a un escritor grande:
"Tuyo es ahora, Abramowicz, el
singular sabor de la muerte, a nadie negado, que me será ofrecido en
esta casa o del otro lado del mar, a orillas de tu Ródano, que fluye
fatalmente como si fuera ese otro y más antiguo Ródano, el Tiempo. Tuya
será también la certidumbre de que el Tiempo se olvida de sus ayeres y
de que nada es irreparable o la contraria certidumbre de que los días
nada pueden borrar y de que no hay un acto, o un sueño, que no proyecte
una sombra infinita. (...)
(...) Descubrimos las cosas que
descubren todos los jóvenes: el ignorante amor, la ironía, el anhelo de
ser Raskolnikov o el príncipe Hamlet, las palabras y los ponientes. Las
generaciones de Israel estaban en ti cuando me dijiste sonriendo: 'Je suis fatigué. J'ai quatre mille ans'.
Esto ocurrió en la Tierra; vano es conjeturar la edad que tendrás en el
cielo. No sé si todavía eres alguien, no sé si estás oyéndome".
"Esta noche, no lejos de la cumbre de
la colina de Saint Pierre, una valerosa y venturosa música griega nos
acaba de revelar que la muerte es más inverosímil que la vida y que, por
consiguiente, el alma perdura cuando su cuerpo es caos" (...) "Estabas
ahí, silencioso, y sin duda sonriente, al percibir que nos asombraba y
maravillaba ese hecho tan notorio de que nadie puede morir. Estabas ahí,
a nuestro lado, y contigo las muchedumbres de quienes duermen con sus
padres, según se lee en las páginas de tu Biblia" (...) " Todos
estaban ahí, y también mis padres y también Heráclito y Yorick. Cómo
puede morir una mujer o un hombre o un niño, que han sido tantas
primaveras y tantas hojas, tantos libros y tantos pájaros, tantas
mañanas y noches".
"Esta noche puedo llorar como un
hombre, puedo sentir que por mis mejillas las lágrimas resbalan, porque
sé que en la tierra no hay una sola cosa que no sea mortal que no
proyecte su sombra. Esta noche me has dicho sin palabras, Abramowicz,
que debemos entrar en la muerte como quien entra en una fiesta" ('Los conjurados', 1984).
Borges, uno de los grandes, que entendió
y mezcló tantas cosas, que tradujo caudales de pensamientos y los puso
en forma de relatos, de poesía y de paradojas. Un hombre antipático que
pronto o tarde exige al lector el tributo de la admiración, aunque luego
se torna en devoción; un dios cercano a la condición de verbo que
arrebató tantas palabras al silencio y fecundó tantas otras. Nunca
podremos encuadernar su obra completa, porque sus escritos se enredan en
sí mismos y con sus lecturas hasta formar un laberinto con apariencia
infinita que se llena de relámpagos capaces de alumbrar hipótesis
siempre preferibles a lo que, seguramente por azar, accedió a la
condición de lo real. Ficciones, infamias, artificios, tigres, relojes,
arena, espejos. Y esa manera de escribir que te derrota una y otra vez.
Sí, es verdad, todavía la
sombra también infinita de Borges no ha dicho su última palabra. Todavía
su obra tiene senderos que se bifurcan, y todavía podemos imaginar que
hay palabras escondidas de Borges que están esperando que las
descubramos.
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