dijous, 23 d’abril del 2015

Historia sin final feliz (IX)


Roma, finales del siglo I a.C. Los escalones eran negros como la noche, fríos como el hielo. Los acompañaba, aparte de la penumbra, el sonido del agua de algún río subterráneo que había comenzado a escucharse apenas hacia unas horas. Los pasillos eran estrechos y ahora todos caminaban bastante cerca, hombro con hombro. Flavius iba en cabeza, seguido por sus dos guardias personales. Marcus iba casi el último, un poco rezagado, mientras escuchaba el llanto entre sollozos entrecortados de uno de sus compañeros. El joven estaba cansado y herido. Nadie hablaba, eran esclavos y ahora servían a Flavius quien había pagado una miseria por ellos. Se presenciaba la tristeza del grupo en los pasos de sus cuerpos derrotados, en sus miradas angustiadas, en sus sollozos entrecortados… Los peldaños seguían hacia abajo, perdiéndose en la penumbra. A su izquierda una puerta se abrió paso y Flavius los guió a todos por ella. Al otro lado, un conjunto de celdas mugrientas los recibió en silencio.
De pronto, un golpe tosco le dejó sumido en una inmensa oscuridad. Despertó aturdido, mareado y con un leve dolor en la cabeza. Se puso en pie alerta de cualquier peligro tropezándose con algo suave, se apartó al mismo tiempo que comprendía que lo que acababa de pisar era un brazo humano. Un chico, un poco más joven que él, al cual recordaba de la venta de esclavos, ahogó un grito al tiempo que se apretó contra su costado. Marcus contuvo la respiración, sin quererlo oprimió los muslos, como queriendo salir corriendo de aquel horrible espectáculo que apenas se podía entrever... Al otro lado de la celda que los separaba, se arremolinaban los cuerpos sin vida de muchos hombres. Los habían dejado allí mismo, tirados y desperdigados por la adusta tierra. Todos presentaban signos de violencia extrema...
Marcus retrocedió dando un par de pasos cortos, al tiempo que comprendía que no había salida. Se encontraba en una diminuta extensión bajo un techo de piedra firme. A su alrededor, hileras de personas dormían. Todos varones. El miedo le paraliza y su respiración cada vez era más y más irregular. Aquel lugar olía a sudor y a mugre, no había ventanas, por lo que dicha olor se incrementaba a cada paso que se avanzaba. A lo lejos se oían voces altas, en realidad, parecían gritos de fascinación, como vítores que reclamaban sangre. ¿A dónde les habían llevado? Finalmente lo comprendió, les habían comprado en el mercado de esclavos de finales de agosto para cubrir las plazas de los gladiadores. Aquellos esclavos iban a convertirse en peones de los más poderosos, carne de cañón para entretener a un público sediento de sangre.
Al cabo de unas horas unos guardias despiertan al resto y les tiran, literalmente, el desayuno de pan y agua al suelo. Luego los conducen entre órdenes y riñas a la armería dónde recibe cada uno un casco, un escudo, unas espinilleras y ligeras armas de hierro para las prácticas. El entrenamiento se realiza en la arena, bajo la atenta mirada de Flavius, el instructor jefe. Otro grupo de gladiadores más expertos que acababan de luchar se retiran entre jadeos. Marcus se fija en las numerosas heridas de uno de ellos que se mostraba sereno y fuerte, surcado de cicatrices, vencedor de varios torneos. Aunque sólo fuera por un momento, sintió una gran admiración por él.
Bajo el sol, el joven suda y maldice mientras practica las artes para atacar y detener golpes. Su vida depende de sus reflejos y su fuerza; así que soporta serenamente el entrenamiento. Mientras, Flavius y sus secuaces, se aseguran de que son lo suficientemente bastos como para satisfacer al emperador y al exigente público de la arena. Finalmente, les dan de cenar y los llevan de nuevo a su celda. Mañana deberán luchar por su vida en uN baño de sangre en el que solo uno puede sobrevivir. O quizá nadie. El portón por el cual se sale a la arena permanece cerrado. Los gladiadores ya equipados, esperan entre la oscuridad su segura muerte. Al otro lado se oían aplausos ansiosos… El espectáculo debe comenzar...
Éramos 8. Nos encontrábamos petrificados, ninguno de nosotros había hablado durante la última hora. El miedo nos invadía, no podíamos apenas movernos, hablar ni escapar. Solo alcanzábamos a mirarnos mientras esperábamos que la voz de Flavius nos presentara... Ese momento llegó pronto, el portón se abrió con un sonido brusco, y la luz del sol nos cegó, obligándonos a cerrar los ojos... Ahora los gritos y aclamaciones se hacen más fuertes... El retumbe de los tambores da inicio a la lucha entre nosotros…Yo corría y corría, no podía dejar que me alcanzasen. Corría con la espada en la mano. Todos estaban luchando, menos yo.... Solo se veía sangre y más sangre. La gente desaprueba mi actitud, mientras sigo huyendo. Escucho como me abuchean y me dicen de todo... Los demás querían demostrar quién era el mejor y luchaban a muerte creyendo que así alguno alcanzaría la libertad, pero no llegaban a entender que tarde o temprano la libertad, que tanto ansiaban, no se les sería posible: de cualquier forma, nadie podía salir hoy vivo de la arena...
Mientras pienso todo esto, un dolor espantoso me recorre la espalda, me han lanzado un cuchillo. Pero yo sigo corriendo, no sé cuanto aguantaré más. Corro, pese al dolor inmenso en la espalda. Siento que me están persiguiendo. No sobreviviré mucho más. Estoy a punto de rendirme, de dejarme alcanzar por mi perseguidor, cuando escucho un sordo golpe contra el suelo. Me giro y veo a alguien sangrando: el que me quería matar ahora está muerto. Miro alrededor y veo sólo un cuerpo erguido... Entonces me doy cuenta: solo quedamos dos. En seguida me viene una idea: puedo ganar... Falsa esperanza... NO. De repente mi contrincante cae al suelo, herido casi de muerte no aguantaba en pie más. No puedo evitar sonreír. Sé perfectamente lo que tengo que hacer a continuación. El ruido es ensordecedor. Cojo la espada con más fuerza y me armo de coraje. No sé cómo matarlo, no he matado nunca a nadie. Inconscientemente le clavo la espada en el pecho. Ha sido fácil. Veo en sus ojos rabia, impotencia, desesperación y miedo, y me veo a mi mismo reflejado en ellos. Yo no soy esa persona que ahora veo...
Saco la espada de su pecho y la lanzo al suelo. Me quedo inmóvil. La gente me aclama como si fuera un verdadero héroe, o eso creo yo. Miro al emperador expectante. Él me mira con esos ojos azul claro: en absoluto estaba contento. Mira al público. Muchos chillan como animales y reclaman mi muerte. No veo a nadie que esté sentado en su asiento. Por un instante, me observo como desde fuera a mi mismo allí en medio: siento que yo no soy eso, que yo no soy mi cuerpo... No oso mirar el veredicto: con los ojos cerrados, imagino cómo lentamente el pulgar del emperador se gira hacia abajo, declarando y sentenciando mi destino. Abro los ojos. En la arena entran cuatro soldados romanos. El público me vapulea... Esto es el fin, y no parece que vaya a ser un final feliz...”
-FIN-