dijous, 23 d’abril del 2015

Historias sin final feliz (IV)

Año 1540, una familia de campesinos vivía felizmente no muy lejos de una pequeña aldea. No tenían grandes riquezas pero se tenían los unos a los otros, y eso podía con cualquier cosa. La familia se componía de los abuelos maternos, Melchor y Catalina, después estaban los padres Francisco y Carmen, y cinco hermanos de la cual yo era la mayor de todos.
Los días empezaban muy temprano, había mucho trabajo por hacer, teníamos que ordeñar a los animales, limpiar los establos, cultivar los campos, y muchas cosas más, pues de ello dependía el bienestar familiar. Yo tan solo contaba con 16 años, pero tenía unas grandes responsabilidades de adulto. Pero no me importaba porque yo adoraba a mis hermanos, de menor a mayor estaban, Nicolás, Candela, Máximo, Alba y finalmente yo. Yo tenía especial predilección por la pequeña Candela, tan solo contaba con 4 añitos, pero era tan dulce despertarme junto a ella todos los días… me seguía a todas partes con esa carita sonrosada, sus rizos rubios como el trigo, sus ojos verdes de gatita, era mi pequeña adorada.
Un día llegó una siniestra comitiva a nuestras tierras, nos pidieron agua, comida y cobijo. Nosotros, como buenos cristianos, les ofrecimos todo lo que pudimos, lo cual no eran mucho. La abuela Catalina mató a una gallina y preparó un buen caldo para agasajar a los visitantes. Iban más tapados de lo normal, pero según pasaban los minutos nos dimos cuenta de que estaban heridos, tenían heridas pululando y eran muy desagradables a la vista. Preguntamos qué les ocurría, y nos dijeron que en su aldea había mucha gente afectada, que la guardia real lo quemó todo y ellos salieron huyendo. Al resto de la aldea masacrada, se los llevaron Dios sabe dónde, pues tenían esa extraña enfermedad: la peste.
Mis abuelos y mis padres se miraron entre ellos, temiendo por lo que estaban escuchando y les pidieron muy amablemente que terminaran la sopa y continuaran su camino, temiendo que no fuera demasiado tarde para verse afectados por la terrible enfermedad. Cuando salieron de casa intentamos quemar y desinfectar con el jabón que hacia la abuela Catalina todo lo que habían tocado, y pensamos que ya estaba todo solucionado con la limpieza.
¡Horror! Al cabo de unos días la niña de mis ojos, mi pequeña Candela, me enseñó su pequeña manita en la que aparecían unas pequeñas erupciones… ¡Dios mío, no por favor! ¿Por qué a Candela? ¿Por qué no a mí? Sabiendo de la gravedad de la enfermedad decidimos aislar a la pequeña para no poner en peligro a la familia y rápidamente me ofrecí voluntaria para cuidar de ella, yo tenía pánico de contagiarme de esa asquerosa enfermedad, pero más terrible era pensar que podía perder a mi ángel encarnado.
Pasaban los días, mi pequeña hermanita iba enfermando, tenía unas fiebres muy altas, su piel se iba deshaciendo, se le caía a trocitos, no podía soportarlo, yo la acurrucaba entre mis brazos, le daba todo el amor que podía, milagrosamente yo no estaba contagiada pero no me atrevía a entrar en casa por precaución. Finalmente mi hermana cayó en una somnolencia continua debido a la fiebre y una noche de tormenta dejó de respirar entre mis brazos, no podía soportar tanto dolor, eran como puñaladas, estaba dispuesta a sacrificarme por mi hermana, pero no puede hacer nada más por ella. Murió entre mis brazos y, con ella, una parte de mí.