Año
1540, una familia de campesinos vivía felizmente no muy lejos de una
pequeña aldea. No tenían grandes riquezas pero se tenían los unos
a los otros, y eso podía con cualquier cosa. La familia se componía
de los abuelos maternos, Melchor y Catalina, después estaban los
padres Francisco y Carmen, y cinco hermanos de la cual yo era la
mayor de todos.
Los
días empezaban muy temprano, había mucho trabajo por hacer,
teníamos que ordeñar a los animales, limpiar los establos, cultivar
los campos, y muchas cosas más, pues de ello dependía el bienestar
familiar. Yo tan solo contaba con 16 años, pero tenía unas grandes
responsabilidades de adulto. Pero no me importaba porque yo adoraba a
mis hermanos, de menor a mayor estaban, Nicolás, Candela, Máximo,
Alba y finalmente yo. Yo tenía especial predilección por la pequeña
Candela, tan solo contaba con 4 añitos, pero era tan dulce
despertarme junto a ella todos los días… me seguía a todas partes
con esa carita sonrosada, sus rizos rubios como el trigo, sus ojos
verdes de gatita, era mi pequeña adorada.
Un
día llegó una siniestra comitiva a nuestras tierras, nos pidieron
agua, comida y cobijo. Nosotros, como buenos cristianos, les
ofrecimos todo lo que pudimos, lo cual no eran mucho. La abuela
Catalina mató a una gallina y preparó un buen caldo para agasajar a
los visitantes. Iban más tapados de lo normal, pero según pasaban
los minutos nos dimos cuenta de que estaban heridos, tenían heridas
pululando y eran muy desagradables a la vista. Preguntamos qué les
ocurría, y nos dijeron que en su aldea había mucha gente afectada,
que la guardia real lo quemó todo y ellos salieron huyendo. Al resto
de la aldea masacrada, se los llevaron Dios sabe dónde, pues tenían
esa extraña enfermedad: la peste.
Mis
abuelos y mis padres se miraron entre ellos, temiendo por lo que
estaban escuchando y les pidieron muy amablemente que terminaran la
sopa y continuaran su camino, temiendo que no fuera demasiado tarde
para verse afectados por la terrible enfermedad. Cuando salieron de
casa intentamos quemar y desinfectar con el jabón que hacia la
abuela Catalina todo lo que habían tocado, y pensamos que ya estaba
todo solucionado con la limpieza.
¡Horror!
Al cabo de unos días la niña de mis ojos, mi pequeña Candela, me
enseñó su pequeña manita en la que aparecían unas pequeñas
erupciones… ¡Dios mío, no por favor! ¿Por qué a Candela? ¿Por
qué no a mí? Sabiendo de la gravedad de la enfermedad decidimos
aislar a la pequeña para no poner en peligro a la familia y
rápidamente me ofrecí voluntaria para cuidar de ella, yo tenía
pánico de contagiarme de esa asquerosa enfermedad, pero más
terrible era pensar que podía perder a mi ángel encarnado.
Pasaban
los días, mi pequeña hermanita iba enfermando, tenía unas fiebres
muy altas, su piel se iba deshaciendo, se le caía a trocitos, no
podía soportarlo, yo la acurrucaba entre mis brazos, le daba todo el
amor que podía, milagrosamente yo no estaba contagiada pero no me
atrevía a entrar en casa por precaución. Finalmente mi hermana cayó
en una somnolencia continua debido a la fiebre y una noche de
tormenta dejó de respirar entre mis brazos, no podía soportar tanto
dolor, eran como puñaladas, estaba dispuesta a sacrificarme por mi
hermana, pero no puede hacer nada más por ella. Murió entre mis
brazos y, con ella, una parte de mí.
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