Estoy
en un orfanato, soy el mayor de un grupo de niños... Por unas horas
nos han dejado solos y, como siempre, me quedo de responsable por si
a los más pequeños les pasa algo. En la planta baja están las
monjas haciendo la comida, probablemente lentejas o algún potaje…
un olor desagradable llega hasta aquí. Está claro que nadie espera
grandes manjares de un sitio como éste… Nadie espera juguetes con
los que jugar aquí… tenemos una peonza y poco más. Pero eso no
evitaba que el ruido inunde las cuatro paredes en las que nos
encontramos. Gritos, discusiones y demás se quedan en nada tras un
sonido. Dos disparos. Solo con dos disparos todos dejamos lo que
tenemos entre manos y reina el silencio. Tomo la iniciativa y dejo a
Manuel al mando del resto para así ir a ver qué ha pasado. Voy a
las escalera y esto es lo que veo: los cuerpos de María y Lucía.
María, la corpulenta dueña de la cocina, tiene marcas en el cuerpo.
Se ha resistido… algo que no era de extrañar teniendo en cuenta el
carácter de vieja loba que tenía. Iba a fijarme más en el estado
de Lucía y entonces lo vi. Era el hombre que las había matado.
Metro ochenta, pelo oscuro, un hombre cualquiera. Se dirigió a las
escaleras, así que llevado por el miedo me levanté sin pensármelo
dos veces y volví a la habitación. Todos estaban asustados y con
motivo. Les dije que no permitiría que cruzara la puerta pero, si os
soy sincero, no tenía con qué ni cómo evitarlo. Supongo que quería
creerme las palabras, poder protegerlos y actuar como el hermano
mayor que en teoría era. Así que los abracé y nos sentamos al lado
de la puerta. Podía escuchar sus pasos acercándose, el crujir del
viejo suelo de madera. Cuanto más cerca lo sentía más fuerte los
apretaba contra mi pecho.
Finalmente
llegó, era inevitable. Un disparo. Otro disparo. Y otro. Agua
caliente. Sí, era eso lo que notaba, agua caliente cayendo por mi
cabeza. Abrí los ojos, todo se tambaleaba. No era agua eso que caía.
Era sangre, mi sangre. Levanté la mirada de mis manos pero todo
estaba borroso. Forcé la vista, notaba presión en mi pecho algo muy
cálido. Un llanto... el llorón de Lucas pegado a mi lado. Siempre
terminaba llorando por todo, por lo que fuera, cuando jugábamos.
Ahora, igual. El pobre… solo necesitaba una familia, alguien que
cuidara de un niño tan pequeño como él. Nunca la tuvo, a sus tres
años se había pasado la vida aquí con nosotros. Éramos esa
familia que ninguno tuvo. No tardé en comprender que esta vez estaba
llorando por mí. Quería hablar, decirle que no se preocupara pero
iba perdiendo la conciencia. Allí seguía llorando a mi lado. Y, con
mis últimas fuerzas, lo abracé tratando así protegerlo del mal que
venía. No sé si lo conseguí...
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