Susana se levantó muy temprano
aquella mañana. Apenas había pegado ojo en toda la noche. De hecho,
desde que unas pocas semanas atrás había recibido la terrible
noticia de la boda de Andrés -¡el hombre de su vida!-,
con una presumida niñata de la alta sociedad, sentimientos
contradictorios se agolpaban en su interior y le impedían pensar
fríamente. Mil dudas la asaltaron durante ese tiempo: ¿lo haría
antes o después de la boda? ¿o durante la boda? ¿lo haría
abatiéndolos a tiros en el lecho nupcial, simulando un accidente de
coche o envenenando los bollos del buffet-desayuno del hotel en su
luna de miel? No conseguía decidirse.
No entendía porque terminó lo
suyo, aunque no era de la clase alta ni tenía mucho dinero, Susana
era atractiva, morena con unos rizos perfectamente definidos, ojos
verdes en los que uno mismo se podía ver reflejado, no era ni alta
ni baja, con las curvas de guitarra de la típica mujer española.
Destacaba por su simpatía y su encanto a la hora de hablar, era
impulsiva y un poco rencorosa, triunfadora en su trabajo,
independiente y muy inteligente, y por supuesto seguía enamorada de
Andrés.
Pese a todo, hizo de tripas
corazón, se levantó muy temprano, preparó el vestido que pensaba
lucir, lo colgó en una percha, lo introdujo en su funda, guardó en
la bolsa de viaje los zapatos y complementos que su puesta en escena
iba a requerir y, vestida con vaqueros, camiseta y zapatillas
deportivas, bajó a la calle y arrancó su coche rumbo a Jaén.
-“Por si fuera poco, la pija se ha
empeñado en celebrar la boda en el cortijo de su papá, allá por
los cerros de Úbeda”, pensaba Susana mientras atravesaba el
monótono paisaje manchego a la máxima velocidad de su antiguo Ford
Fiesta.
Tras varias horas de viaje e
innumerables paradas en bares y gasolineras para descifrar, con ayuda
de los lugareños, el críptico mapa que la invitación de boda
adjuntaba, embocó finalmente en una amplia pista de asfalto,
dominada en sus flancos por dos grandes tinajas pintadas de negro en
las que una inscripción prometía: “Finca Oriol”.
-¡Dios santo! –exclamó. Ya
estoy aquí. No puede ser. Y tan pronto. Y, además, tengo que
encontrar un sitio donde cambiarme y pintarme.
Volvió a la carretera, retrocedió
algunos kilómetros y tomó un semioculto desvío del que partía un
estrecho camino de tierra. Al cabo de varios minutos de constantes
traqueteos y tras esquivar la mayor parte de los pedruscos que
salpicaban la ruta, detuvo el coche bajo un enorme pino rodeado de
espinosos arbustos y de muchos otros pinos más pequeños. Le pareció
un lugar ideal para descansar un rato. Faltaban casi dos horas para
la boda y le convenía tranquilizarse un poco para pensar en el modo
de controlar el impulso que, con toda seguridad, iba a hacer que se
abalanzase sobre esa maldita usurpadora para arañarla hasta en el
interior de los párpados.
Esto es lo que haría: descansaría,
recordaría lo mucho que Andrés había supuesto para ella, y lo
mucho que lo había amado. Se concentraría en que, a pesar de lo
desgraciada que se sentía por el terrible acontecimiento que se
avecinaba, lo realmente importante para ella tenía que ser la
felicidad de aquel muchacho, cuyo único pecado era no haber sabido
escoger la mujer con la que casarse. Pero ella lo quería y, por
tanto, lo perdonaría. Aunque, por supuesto, a esa arpía no pensaba
perdonarla.
En cualquier caso, puesto que había
decidido aceptar la invitación y ya se encontraba en aquel maldito
lugar, ahora tenía que dedicar sus esfuerzos a cargarse de energía
positiva. Más tarde se pondría ese bonito vestido color canela que
tan bien le sienta e iría a la boda de su mejor amigo a comportarse
como una auténtica dama.
También Ramón había madrugado
aquel día. Isabel, su hermanita querida, iba a contraer matrimonio
dentro de pocas horas con Andrés, ese abogado tan apuesto y tan
listo que, probablemente, le sería de gran ayuda si papá cumplía
su amenaza de abandonar por completo los negocios; idea que ya había
expresado recientemente en diversas ocasiones y que, desde que Ramón
la escuchara por vez primera, había inundado su mente con espantosas
imágenes: escándalos con enfadados accionistas deseando lincharlo;
empresas en quiebra con enfadados obreros deseando lincharlo; deudas
incalculables con enfadados acreedores deseando lincharlo; en
definitiva, el liderazgo de Ramón iba a suponer, sin duda alguna, la
ruina de la familia, cuyos miembros montarían en cólera y, sin
duda, acabarían linchándolo.
Por que sí, porque él sabía que
iba a ser la ruina de la familia en caso de que su padre mantuviera
su empeño de que él se ocupara de los negocios familiares. Pensaba
que, si su padre era capaz siquiera de pensar que sus empresas
estarían a salvo en manos de un completo inepto como él, es que no
era tan listo como se podría pensar por la fortuna que había
amasado.
Así que, aquella mañana, tras una
atormentada noche repleta de sueños y linchamientos, tan sólo la
visión de la dulce Isabel, allí, en la terraza, frente a él,
tomando su último desayuno de soltera, aliviaba ligeramente esa
sensación que su pecho soportaba sin cesar las últimas semanas. Y
aquella mañana, su deliciosa hermanita estaba aún más radiante que
de costumbre, si es que eso era posible.
Esa mañana, tal y como venía
observando desde hacía unas semanas, la dulce Isabel mostraba un
excelente apetito y tomaba en su desayuno doble ración de todo. Por
cierto, ahora que pensaba en ello, también en almuerzos y cenas
solía repetir; tal vez eso explicaba algo en lo que también había
reparado recientemente, aunque por supuesto, no había comentado; que
la graciosa tripita de su hermana estaba experimentando un ligero
cambio para convertirse en algo más difícilmente definible, salvo
que Ramón se permitiera la vulgaridad de pensar que Isabel estaba
engordando, claro.
Cuando, acabado el desayuno,
abandonó la mesa para dirigirse a su estudio, observó que a su
alrededor comenzaba a invadir la casa un tremendo ajetreo, lógico
desde todo punto de vista, puesto que se estaba preparando una
fiesta. Decidió que lo más oportuno era desaparecer cuanto antes
para volver lo más tarde posible.
Un cuarto de hora después llegaba
a la finca al trote Capitán, su más fiel compañero; un
precioso caballo que su padre le había regalado el día de su
decimoquinto cumpleaños. Recordó que, por aquel entonces, su
aspecto era sólo el de un canijo potrillo gris.
Inmerso en estos pensamientos
cabalgó durante un buen rato. Luego descabalgó, caminó junto a
Capitán y, buscando desahogo, le habló; le contó sus
preocupaciones, su terrible incapacidad para tomar decisiones, su
inmenso terror ante los linchamientos, su completo desinterés por la
empresa Oriol.
Le confesó también sus anhelos por
encontrar una buena chica y fugarse con ella a vivir en una casita
junto a un lago; y cantar y bailar, y reír y charlar abrazados junto
al fuego; y tener un huerto donde cultivar sus propias verduras y
hortalizas para comérselas; y criar sus propios pollos y cerdos; y a
sus propios hijos e hijas para darles de comer verduras y hortalizas,
pollos y cerdos. Y habló con Capitán de todo eso y, por
supuesto, el caballo no hizo comentarios.
Harto de su monólogo, y de nuevo
con esa terrible presión en su pecho, decidió tumbarse un rato en
su rincón favorito: un pequeño claro rodeado de zarzas, junto a un
riachuelo, a la sombra de un frondoso pino. Rodeado de hierba verde y
fresca, se podía escuchar el sonido del agua al pasar. A lo lejos se
apreciaban unas bajas montañas, y justo en su cabeza, en lo alto del
pino, los pajaritos cantaban de forma alegre. Se apreciaba el olor de
la diversidad de flores, plantas y árboles de aquel lugar.
Precisamente las zarzas le impedían ver que, al otro lado del pino,
en su Ford Fiesta blanco, Susana soñaba con Andrés.
Susana soñaba que Andrés se
dirigía hacia ella a lomos de un corcel, y cuando el caballo se
había acercado lo suficiente y se detuvo junto a ella, Susana vio a
Isabel montada en su anca.
En su inquieto sueño vio a Isabel
aferrarse al torso de Andrés con su brazo derecho mientras con la
otra mano revolvía sus cabellos. La vio dirigir lascivas miradas a
la hermosa y resplandeciente nuca de su amado. De repente, Isabel la
miró con una mueca burlona y se rió, con lo que Susana interpretó
como una risa de mucha maldad.
Entonces Susana se despertó
sobresaltada y de muy mal humor. Miró el reloj, era hora de
arreglarse. Salió del coche, comprobó que bajo el pino y junto a
aquellos arbustos estaría a salvo de miradas indiscretas y decidió
montar su set de vestuario y maquillaje en ese preciso lugar.
Al otro lado de los matorrales,
Ramón, absorto, perdido en sus propios pensamientos y el sonido de
las aguas del arroyo cercano, permanecía tumbado, ajeno a la
exaltada actividad que Susana realizaba a escasos metros de
distancia. También miró su reloj y decidió que tenía que volver a
casa.
Al levantarse sintió los efectos
que el trote de Capitán y el contenido de su cantimplora
habían provocado en su aparato excretor. Salió de su escondrijo y
rodeó la zarza para realizar la expulsión en un lugar más
apropiado que la hierba sobre la que suele dormir la siesta.
De pronto escuchó un sordo
murmullo que provenía de algún lugar un poco más allá, a su
izquierda. Sin soltar lo que sujetaba con su mano derecha, pero
cuidando de no salpicar sus botas de montar, caminó con sigilo
lateralmente para encontrarse, bruscamente, ante una mujer vuelta de
espaldas, y, al parecer, completamente desnuda.
Por su parte, a los oídos de
Susana llegaba un extraño susurro que su imaginación interpretó
como el inquietante caminar de un animal salvaje, mezclado con un
chapoteo que no acertaba a identificar. Se dio la vuelta
terriblemente asustada.
Las miradas de ambos se cruzaron
breves instantes. Susana, avergonzada en su desnudez, intentó
ocultarla con sus brazos. Encogió su cuerpo bruscamente. Dirigió la
vista hacia el suelo, donde observó un pequeño charco sobre el que
aún caían las últimas gotitas que un estupefacto Ramón parecía
ignorar por completo. Luego, miró un poco más arriba y sus ojos se
abrieron en un gesto de horror. Tras varios segundos de muda
contemplación, gritó.
Mientras, Ramón, obedeciendo a un
irracional impulso, se había llevado las manos a la cara con la
esperanza de que todo fuese un mal sueño, de que su subconsciente le
estuviese jugando una mala pasada y que, cuando volviera a mirar,
aquella mujer habría desaparecido de allí.
Cuando apartó las manos y volvió
a verla allí, deseó que la tierra se lo tragase. La extraña no
paraba de chillar. Ramón recordó entonces que aún no había
guardado su miembro. Se apresuró a hacerlo.
Al tiempo, Susana, que había
cerrado los ojos para inhibirse de la muestra de virilidad que estaba
ante ella, intentaba alcanzar cualquier cosa con la que cubrir su
cuerpo desnudo. Finalmente optó por introducirse en el coche de un
salto, cerrarlo a cal y canto y esperar que Ramón huyera
despavorido, que es exactamente lo que ocurrió.
La ceremonia estaba resultando un
éxito completo, o al menos eso era lo que Isabel pensaba,
confortablemente sentada en el interior de la ermita. El bonito
edificio era demasiado pequeño para acoger a todos los invitados,
por lo que muchos se habían visto obligados a permanecer en el
exterior, donde soportaban como podían los casi cuarenta grados que
a esas horas azotaban aquellos campos andaluces.
Por fortuna, papá Oriol había
hecho instalar junto a la ermita un gran toldo blanco, donde los que
no habían conseguido un hueco en el fresco recinto escuchaban a todo
volumen la voz del cura, que llegaba hasta ellos mediante un potente
sistema de amplificación de sonido. En opinión de la mayoría, que
intentaban protegerse como podían del impresionante volumen, la
instalación de aquellos enormes altavoces había sido un gasto
completamente innecesario.
Pero nada de eso importaba a Isabel
en esos momentos tan trascendentales; en pie, frente al altar, con el
más sereno gesto, lo que realmente ocupaba sus pensamientos era que
aquella mañana había tenido que realizar increíbles esfuerzos para
ajustarse el corsé, de forma que su ya más que incipiente
barriguita pasara inadvertida bajo el vestido de novia.
Y es que, últimamente, Isabel se
preocupaba porque Andrés sabía sumar, y también debía saber que
los embarazos suelen durar nueve meses, y, aunque ni ella misma era
capaz de determinar la fecha concreta, ni siquiera la persona
concreta, si el niño salía con coleta y pendiente y le gustaban el
rock, entonces posiblemente Andrés podría llegar a sospechar que su
hijo podría no ser su hijo. Porque a Isabel le preocupaba que el
causante de su embarazo era, casi con toda seguridad, Curro, el mejor
amigo de Ernesto, su hermano vividor.
Pero ella no quería que nada de
eso se interpusiera en estos momentos, empeñada en que fuesen de
plena satisfacción para todos, incluido Andrés. Porque ella quería
a Andrés, y porque, además, su padre había dicho que era un joven
muy prometedor; en cambio, Curro era un vividor, además de un
drogadicto, y aunque fuera un guaperas y siempre supiera hacerla reír
tanto, ella se casaba con Andrés; porque eso era sin duda lo mejor,
lo más conveniente para ella y para su hijo, fuese de quien fuese.
Y la ceremonia concluyó, como
siempre en estos casos, con lluvia de arroz para los novios, intensas
muestras de júbilo y una cierta sensación de alivio por parte de
los invitados, sobre todo los que habían asistido desde el exterior.
Mientras caminaba del brazo de
Andrés a lo largo del agradable camino de hierba que separa la
ermita del jardín trasero de la casa, donde iba a tener lugar la
fiesta, creyó por fin haber ahuyentado de su mente los fantasmas que
la acosaban. No obstante, su rostro denotaba una cierta ansiedad que
no pasó inadvertida a su reciente marido. Ante la observación que
Andrés, ella se limitó a mostrar esa encantadora sonrisa suya,
fruto de la más exquisita educación, y ejercer una presión sobre
su brazo, inclinándose sobre él hasta apoyar la cabeza en su
hombro. Tras ellos, familiares y amigos acogieron el gesto con
sonrisas e intercambiaron miradas de complicidad: era la muestra
evidente del amor de la pareja.
Susana, sin embargo, no gozaba de
la fiesta. Mezclada entre los invitados, más concretamente entre los
del toldo exterior, no había conseguido olvidar el desagradable
incidente de la mañana, que no hizo sino empeorar su malhumor.
El espectáculo a su alrededor era
grandioso: una gigantesca carpa, provista de un potente sistema de
refrigeración, había sido instalada en la parte trasera de la casa
ocupando el amplio jardín, donde centenares de personas deambulaban
entre las grandes mesas repletas de los más exquisitos manjares.
Susana había llegado muy tarde y
el ambiente le parecía insoportable. Tan sólo conocía a Andrés y
a sus padres, por lo que se propuso saludarlos lo antes posible,
emborracharse lo antes posible y abandonar lo antes posible aquel
horrendo lugar para refugiarse a llorar en el primer hotel que
encontrase junto a la carretera.
Buscó a Andrés entre la
muchedumbre. Finalmente lo vio junto a una mesa, al otro lado de la
piscina: conversaba con un hombre alto cuyo rostro, de lejos, le
resultó vagamente familiar. Se dirigió hacia ellos rápidamente y,
al acercarse, observó algo que renovó en ella sentimientos casi
olvidados: a pocos metros de los dos hombres estaba Isabel, de
espaldas a ellos, charlando divertida con un joven de aspecto
informal. El largo velo de su vestido se extendía sobre el césped,
y uno de sus extremos asomaba ligeramente bajo la mesa, junto a los
pies de Andrés. Entonces Susana tuvo una idea brillante.
Llegó junto a Andrés y al
desconocido y, con extraordinaria habilidad se colocó junto a la
mesa, de espaldas a Isabel. Con los dos pies pisó firmemente el velo
y decidió esperar la catástrofe. Al fin ella iba a gozar de la
fiesta. Ajena a esto, Isabel escuchaba los halagos que Curro le
hacía.
Andrés, tan simpático y educado
como siempre, la saludó y le presentó al hermano mayor de su nueva
esposa, Ramón. Al estrechar la mano de aquel hombre, un ligero
estremecimiento la sobrecogió; estaba segura: ella lo conocía. Su
rostro dibujó una tímida sonrisa.
Ramón tuvo una sensación
parecida. Había asistido a la ceremonia con actitud ausente; tampoco
él conseguía olvidar el curioso percance de aquella mañana, y
recordaba con ternura a la hermosa joven con la que lo había
compartido. Ahora, al ver allí a Susana, las imágenes de aquel
encuentro lo volvieron a asaltar y, unió la maquillada cara de esta
mujer con el cuerpo desnudo de la mañana. Comprobó que coincidían
a la perfección.
La expresión de cara de él unida
al rubor que la invadió, dieron a Susana la pista definitiva para
llegar a la misma conclusión. Sus piernas empezaron a temblar
descontroladamente y Susana supo que, en cualquier momento, caería
al suelo inconsciente.
Pero no iba a ser así, porque en
ese preciso instante, detrás de ella, Curro intentaba convencer a
Isabel para que lo acompañase a la casa; ante la resistencia de la
recién casada, el joven dio un fuerte tirón de su brazo para
arrastrarla consigo. El velo, firmemente cogido al cabello de la
novia y también firmemente pisado en su otro extremo por los pies de
Susana, provocó la caída de Isabel, de espaldas, sobre una mesa en
la que se alineaban grandes bandejas de canapés y una multitud de
vasos semivacíos.
Susana, que había olvidado tanto a
Isabel como al velo, sintió que el suelo retrocedía bajo sus pies y
perdió el equilibrio. Al desplomarse se abalanzó sobre Ramón
adelantando sus brazos para buscar un punto donde cogerse y evitar la
vergonzosa caída.
Finalmente se agarró a sus
pantalones, que cedieron ante el peso de Susana y resbalaron a lo
largo de sus piernas mientras arrastraban su ropa interior y dejaban
sus vergüenzas claramente expuestas al aire.
Susana, en su caída, quedó
arrodillada a los pies de Ramón, con la cara pegada a su desnuda
entrepierna. Esta nueva perspectiva disipó todas sus dudas acerca de
la identidad de aquel hombre; evidentemente se trataba del mismo
individuo que, horas antes, la había sorprendido tanto.
Los atónitos asistentes
contemplaron la escena con una extraña mezcla de sonrojo y alboroto:
Isabel, tendida sobre una mesa, pataleaba violentamente intentando
levantarse rodeada de vidrios rotos y con innumerables canapés
adheridos a su bonito vestido. A escasos metros, una desconocida
permanecía de rodillas abrazada a las piernas de Ramón, el hermano
de la novia, con el rostro hundido en su más profunda intimidad.
Tras unos terribles instantes,
Susana logró recomponer su figura mientras Ramón se esforzaba por
ocultar sus aireadas interioridades.
Avergonzada, corrió en busca de su
coche para alejarse de aquel terrible espectáculo.
Ramón, por su parte, se refugió en
los establos, donde relató a Capitán todo lo sucedido sin
omitir detalle.
Isabel, una vez recuperada,
agradeció la sólida estructura de su corsé, pues sólo eso evitó
que una multitud de cristales se incrustaran en su delicada espalda.
Dicen que, aún hoy, Ramón
continúa buscando sin cesar a aquella mujer a la que el destino
había intentado ligar de forma tan curiosa.
Del paradero de Susana nada se
sabe; vendió la tintorería que había heredado a la muerte de sus
padres y se cree que huyó a la sierra, donde vive en soledad con un
enorme perro especialmente adiestrado para alertarla de la improbable
presencia de seres humanos, más concretamente de hombres, por
aquellos parajes.
Isabel dio a luz, seis meses más
tarde, a un hermoso niño, que nació casi sin pelo y sigue sin saber
la identidad del padre.
FIN
Carolina Blanco
1Bat A
1Bat A
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada