dimarts, 31 de març del 2015

SUSPIRÉ HONDO


Suspiré hondo, cerré los ojos tres segundos, uno, dos, tres... Los abrí, todo seguía igual. Me preguntaba por qué siempre terminaba pensando en el dolor, escribiendo sobre él, llegué a la conclusión de que amaba la vida y todo lo que en ella había, pero que eso no me inspiraba, que era el sufrimiento, la fealdad, lo que hacía latir mis palabras, así que con bolígrafo en mano, me dispuse a plasmar aquello que me oprimía el pecho, aquello que siempre quería gritar, pero prefería callar.
Es curioso el ser humano, puede convertirse en pura insensibilidad, ambición y egoísmo, destruir todo aquello que hay a su alrededor, pero puede hacer todo lo contrario, puede dolerle tanto el sufrimiento de los demás que acalle el suyo propio para mantenerlos a salvo, ahí la destrucción se produce dentro de uno mismo. Yo llevaba con mi etiqueta de fuerte más tiempo del que podía recordar, había vivido mil situaciones malas, había soportado el dolor ajeno y lo había aplacado susurrando al oído de las personas que se apoyaban vulnerables en mi hombro, suspirando y moqueando: “todo estará bien, mañana saldrá el sol”, me había tomado tan en serio mi papel de salvadora que prácticamente había desaprendido a decir lo que realmente sentía, y por supuesto, ya no recordaba cómo se pedían los abrazos, cómo se lloraba en el pecho de alguien dando bocanadas y soltando pequeños gritos, o gritos inmensos, como si el mundo se acabara y la vida se te escapara de entre los dedos.
No me arrepentía de haber colaborado en mejorar el estado anímico de cuantos seres queridos lo hubiesen necesitado, pero también es cierto que había terminado por sentirme sola, y eso a su vez había provocado un autoanálisis constante que había creado una relación tremendamente estrecha conmigo misma, pero que me había alejado de los demás. También me había servido para sumergirme en aquello que yo consideraba trascendental, en la vida, en el ser humano como unidad, si es que eso existe, y sobre todo en la sociedad y todo lo que esta conlleva, la religión, las creencias, los prejuicios…
Leí todo lo que mi tiempo me permitió, percatándome de cuán pequeño es lo que sabemos, y de la inmensidad de aquello que desconocemos, pero ese descubrimiento me hizo mucho bien, puesto que le dio un sentido a mi existencia, quería que esta fuera un camino centrado en descubrir y comprender todo aquello que el tiempo me permitiera, donde se le diera mucho más valor a buscar respuestas que a encontrarlas, ya que la gracia del asunto era hacer más clara la oscuridad, no eliminar esta para sustituirla por una luz blanca, que ciega y atonta.
Pensé mil veces en quién quería ser, pero me di cuenta de que ese era un mal comienzo, puesto que lo verdaderamente importante era saber quién era en aquel momento, qué había hecho que lo fuera y si me gustaba. Tengo que admitir que la respuesta a esa última pregunta era afirmativa, era un caos, llena de contradicciones, de melancolía y rabia en algunas ocasiones, de seriedad en la mayoría, y de profunda reflexión en cada rincón de su atolondrada alma, pero tras esa coraza aparentemente infranqueable de dureza, se encontraba un corazón vulnerable, que latía acelerado, asustado porque las circunstancias y su modo de afrontarlas lograron que olvidara cómo se pide ayuda, y muchas veces la soledad se asomaba triunfante, enseñando los dientes, desafiando con escarnio.
Hubo un tiempo en que me rebelé, un tiempo donde seguí sin decir lo que sentía, sin mostrar mi sufrimiento, pero sí mi enfado, y lo hice notar entre aquellos a quienes quería culpar, pero ya no buscaba culpables, ahora mi verdadera lucha no consistía en el perdón, etapa ya superada, ahora lo que verdaderamente me preocupaba era mi incapacidad para reducir ese sentido de la responsabilidad que tenía inscrito en mí. No quería volverme egoísta, pero puede que sí más libre.
En cuanto a esa libertad, había un tema que me atormentaba especialmente, la religión, siempre tan presente en mi vida, ya que gran parte de mi familia era cristiana, pero no de esos que van a misa los domingos y luego hacen lo que les da la gana, no, para ellos era una forma de vida, y eso obviamente se había trasladado a la mía.
Me enseñaron a rezar a Dios y a pedirle lo que necesitara, a contarle lo que sentía y, por supuesto, a pedirle perdón si pecaba. El pecado, una palabra que ahora me divierte, pero que en mi infancia y principios de mi adolescencia me tuvo coartada, aunque realmente me duró poco, puesto que en mi interior nunca hubo una fe ferviente ni ganas de aferrarse a una esperanza vieja y decrépita, que mostraba las encías sin dientes en una sonrisa tan aterradora que resultaba cómica. Mira que hubo ocasiones en que esta me tendió la mano, pero yo nunca se la cogí, mi elección siempre acabó siendo vivir en la cruda y maravillosa realidad, aunque lo intenté, infinidad de veces intenté creer en esa realidad espiritual que nos mece hasta dejarnos dormidos, si no drogados, pero lo hacía por mi familia, porque sabía que no podía decepcionarles, como habían hecho el resto, porque para ellos no era una cuestión de meras creencias, hablábamos de vivir eternamente todos juntos y felices, o de morir definitivamente por desobediente e insurrecta.
Como yo estaba considerada la salvación de la familia, la niña buena, correcta y responsable, esa presión aún me daba más ganas de estallar, de gritar que no era quien ellos esperaban que fuera, que no iba a dejar de leer libros de filosofía porque fuera en contra de lo que ellos defendían. Pero a pesar de todas esas razones, yo nunca he sido una persona valiente, así que decidí guardar las apariencias, nunca hablaba de religión con ellos, ni tampoco de mis pensamientos sobre el mundo, el ser humano y la sociedad, me limitaba a asentir, a sonreír irónicamente y a asistir a esas reuniones, todo por cobardía.
Fue entonces cuando mi hermano interrumpió mis pensamientos:
  • Vístete, ya nos vamos.
Hacía dos meses que mi abuelo había muerto, en los últimos apenas habíamos hablado, porque me quiso juzgar, quiso decirme lo que tenía que hacer y me dijo que si no lo obedecía para él habría muerto, obviamente me negué, de modo que perdimos toda comunicación.
Pero antes de que yo me reafirmara en mis convicciones y él pretendiera cortar mis alas había supuesto una persona muy importante en mi vida, con él había hablado de infinidad de cosas, había reído y llorado, me hizo reflexionar cuando tuve malos comportamientos con otros miembros de mi familia, aunque casi siempre estuvo de mi parte, no obstante, al final de su vida se volvió controlador e incluso mentiroso, hecho que nunca llegué a comprender, puesto que se podía confiar en mí y jamás hubieran hecho falta tales artimañas. Pero así fue como acabó nuestra relación, tan solo silencio.
Salí de mi cuarto, mi hermano y yo cerramos la casa y entramos en su coche, mi hermano no era muy hablador, pero yo siempre lo intentaba.
  • ¿Cómo estás?
  • ¿Yo? Bien, ¿por qué?
  • Se me ocurren un par de razones aunque la más evidente creo que es que tu abuelo está muerto, por eso vamos al cementerio, no vamos de visita turística-siempre le hablaba con esa odiosa ironía.
  • Estoy bien, a ir tirando.
  • Tendríamos que haber ido más a verlo, aunque no fuera del todo agradable.
  • Puede.
Eso fue todo lo que pude sacar en claro con él, llegamos al cementerio y buscamos el nicho donde hacía dos meses había terminado mi abuelo. Estaba enfadada con él, llena de ira en realidad, porque él había decidido alejarme de su vida, y por eso no había podido despedirme, no había podido decirle que le quería, que le echaría de menos, que había dejado un vacío en mi corazón, que nunca terminaría de sanar, aunque con el tiempo cicatrizara, le habría dicho mil cosas, todo aquello que me faltó, cosas buenas y cosas malas, pero ahora ya no tenían sentido, porque sin él no tenían sentido. Apreté el puño y me mordí el labio inferior, mientras mis ojos rezumaban infinidad de lágrimas que recorrían mis mejillas, rozaban la comisura de mi boca y aterrizaban en el suelo.
Respiré hondo, cerré los ojos y conté hasta tres, uno, dos, tres… me quedé observando fijamente su fotografía en blanco y negro, le miré fijamente a los ojos, y le perdoné, le perdoné por haberse ido sin avisar, sin decirme adiós, y le perdoné por todo lo anterior a ello.
Entonces mi hermano volvió de hablar con un amigo que había encontrado por el camino, vio mi estado y se quedó a mi lado, quieto, callado, así permanecimos una eternidad, aunque pareció un suspiro, hasta que empezó a hacer frío y volvimos a casa.
Cuando terminé de cenar me metí directamente en la cama, enterré la cabeza debajo de la almohada y decidí que, si no pude decirle todo lo que pensaba y sentía a mi abuelo, y que no podría hacerlo nunca porque ya no estaba, era hora de que tomara las riendas de mi vida, fuera valiente, y dijera a todo el mundo quién era, qué era lo que realmente quería, y empezara a luchar por conseguirlo.
Al día siguiente por la mañana reuní a mi familia en una habitación, y mientras restregaba una contra otra mis manos sudorosas, empecé:
  • Tengo algo que deciros…
Ese día volví a nacer.