Suspiré
hondo, cerré los ojos tres segundos, uno, dos, tres... Los abrí,
todo seguía igual. Me preguntaba por qué siempre terminaba pensando
en el dolor, escribiendo sobre él, llegué a la conclusión de que
amaba la vida y todo lo que en ella había, pero que eso no me
inspiraba, que era el sufrimiento, la fealdad, lo que hacía latir
mis palabras, así que con bolígrafo en mano, me dispuse a plasmar
aquello que me oprimía el pecho, aquello que siempre quería gritar,
pero prefería callar.
Es
curioso el ser humano, puede convertirse en pura insensibilidad,
ambición y egoísmo, destruir todo aquello que hay a su alrededor,
pero puede hacer todo lo contrario, puede dolerle tanto el
sufrimiento de los demás que acalle el suyo propio para mantenerlos
a salvo, ahí la destrucción se produce dentro de uno mismo. Yo
llevaba con mi etiqueta de fuerte más tiempo del que podía
recordar, había vivido mil situaciones malas, había soportado el
dolor ajeno y lo había aplacado susurrando al oído de las personas
que se apoyaban vulnerables en mi hombro, suspirando y moqueando:
“todo estará bien, mañana saldrá el sol”, me había tomado tan
en serio mi papel de salvadora que prácticamente había desaprendido
a decir lo que realmente sentía, y por supuesto, ya no recordaba
cómo se pedían los abrazos, cómo se lloraba en el pecho de alguien
dando bocanadas y soltando pequeños gritos, o gritos inmensos, como
si el mundo se acabara y la vida se te escapara de entre los dedos.
No
me arrepentía de haber colaborado en mejorar el estado anímico de
cuantos seres queridos lo hubiesen necesitado, pero también es
cierto que había terminado por sentirme sola, y eso a su vez había
provocado un autoanálisis constante que había creado una relación
tremendamente estrecha conmigo misma, pero que me había alejado de
los demás. También me había servido para sumergirme en aquello que
yo consideraba trascendental, en la vida, en el ser humano como
unidad, si es que eso existe, y sobre todo en la sociedad y todo lo
que esta conlleva, la religión, las creencias, los prejuicios…
Leí
todo lo que mi tiempo me permitió, percatándome de cuán pequeño
es lo que sabemos, y de la inmensidad de aquello que desconocemos,
pero ese descubrimiento me hizo mucho bien, puesto que le dio un
sentido a mi existencia, quería que esta fuera un camino centrado en
descubrir y comprender todo aquello que el tiempo me permitiera,
donde se le diera mucho más valor a buscar respuestas que a
encontrarlas, ya que la gracia del asunto era hacer más clara la
oscuridad, no eliminar esta para sustituirla por una luz blanca, que
ciega y atonta.
Pensé
mil veces en quién quería ser, pero me di cuenta de que ese era un
mal comienzo, puesto que lo verdaderamente importante era saber quién
era en aquel momento, qué había hecho que lo fuera y si me gustaba.
Tengo que admitir que la respuesta a esa última pregunta era
afirmativa, era un caos, llena de contradicciones, de melancolía y
rabia en algunas ocasiones, de seriedad en la mayoría, y de profunda
reflexión en cada rincón de su atolondrada alma, pero tras esa
coraza aparentemente infranqueable de dureza, se encontraba un
corazón vulnerable, que latía acelerado, asustado porque las
circunstancias y su modo de afrontarlas lograron que olvidara cómo
se pide ayuda, y muchas veces la soledad se asomaba triunfante,
enseñando los dientes, desafiando con escarnio.
Hubo
un tiempo en que me rebelé, un tiempo donde seguí sin decir lo que
sentía, sin mostrar mi sufrimiento, pero sí mi enfado, y lo hice
notar entre aquellos a quienes quería culpar, pero ya no buscaba
culpables, ahora mi verdadera lucha no consistía en el perdón,
etapa ya superada, ahora lo que verdaderamente me preocupaba era mi
incapacidad para reducir ese sentido de la responsabilidad que tenía
inscrito en mí. No quería volverme egoísta, pero puede que sí más
libre.
En
cuanto a esa libertad, había un tema que me atormentaba
especialmente, la religión, siempre tan presente en mi vida, ya que
gran parte de mi familia era cristiana, pero no de esos que van a
misa los domingos y luego hacen lo que les da la gana, no, para ellos
era una forma de vida, y eso obviamente se había trasladado a la
mía.
Me
enseñaron a rezar a Dios y a pedirle lo que necesitara, a contarle
lo que sentía y, por supuesto, a pedirle perdón si pecaba. El
pecado, una palabra que ahora me divierte, pero que en mi infancia y
principios de mi adolescencia me tuvo coartada, aunque realmente me
duró poco, puesto que en mi interior nunca hubo una fe ferviente ni
ganas de aferrarse a una esperanza vieja y decrépita, que mostraba
las encías sin dientes en una sonrisa tan aterradora que resultaba
cómica. Mira que hubo ocasiones en que esta me tendió la mano, pero
yo nunca se la cogí, mi elección siempre acabó siendo vivir en la
cruda y maravillosa realidad, aunque lo intenté, infinidad de veces
intenté creer en esa realidad espiritual que nos mece hasta dejarnos
dormidos, si no drogados, pero lo hacía por mi familia, porque sabía
que no podía decepcionarles, como habían hecho el resto, porque
para ellos no era una cuestión de meras creencias, hablábamos de
vivir eternamente todos juntos y felices, o de morir definitivamente
por desobediente e insurrecta.
Como
yo estaba considerada la salvación de la familia, la niña buena,
correcta y responsable, esa presión aún me daba más ganas de
estallar, de gritar que no era quien ellos esperaban que fuera, que
no iba a dejar de leer libros de filosofía porque fuera en contra de
lo que ellos defendían. Pero a pesar de todas esas razones, yo nunca
he sido una persona valiente, así que decidí guardar las
apariencias, nunca hablaba de religión con ellos, ni tampoco de mis
pensamientos sobre el mundo, el ser humano y la sociedad, me limitaba
a asentir, a sonreír irónicamente y a asistir a esas reuniones,
todo por cobardía.
Fue
entonces cuando mi hermano interrumpió mis pensamientos:
- Vístete, ya nos vamos.
Hacía
dos meses que mi abuelo había muerto, en los últimos apenas
habíamos hablado, porque me quiso juzgar, quiso decirme lo que tenía
que hacer y me dijo que si no lo obedecía para él habría muerto,
obviamente me negué, de modo que perdimos toda comunicación.
Pero
antes de que yo me reafirmara en mis convicciones y él pretendiera
cortar mis alas había supuesto una persona muy importante en mi
vida, con él había hablado de infinidad de cosas, había reído y
llorado, me hizo reflexionar cuando tuve malos comportamientos con
otros miembros de mi familia, aunque casi siempre estuvo de mi parte,
no obstante, al final de su vida se volvió controlador e incluso
mentiroso, hecho que nunca llegué a comprender, puesto que se podía
confiar en mí y jamás hubieran hecho falta tales artimañas. Pero
así fue como acabó nuestra relación, tan solo silencio.
Salí
de mi cuarto, mi hermano y yo cerramos la casa y entramos en su
coche, mi hermano no era muy hablador, pero yo siempre lo intentaba.
- ¿Cómo estás?
- ¿Yo? Bien, ¿por qué?
- Se me ocurren un par de razones aunque la más evidente creo que es que tu abuelo está muerto, por eso vamos al cementerio, no vamos de visita turística-siempre le hablaba con esa odiosa ironía.
- Estoy bien, a ir tirando.
- Tendríamos que haber ido más a verlo, aunque no fuera del todo agradable.
- Puede.
Eso
fue todo lo que pude sacar en claro con él, llegamos al cementerio y
buscamos el nicho donde hacía dos meses había terminado mi abuelo.
Estaba enfadada con él, llena de ira en realidad, porque él había
decidido alejarme de su vida, y por eso no había podido despedirme,
no había podido decirle que le quería, que le echaría de menos,
que había dejado un vacío en mi corazón, que nunca terminaría de
sanar, aunque con el tiempo cicatrizara, le habría dicho mil cosas,
todo aquello que me faltó, cosas buenas y cosas malas, pero ahora ya
no tenían sentido, porque sin él no tenían sentido. Apreté el
puño y me mordí el labio inferior, mientras mis ojos rezumaban
infinidad de lágrimas que recorrían mis mejillas, rozaban la
comisura de mi boca y aterrizaban en el suelo.
Respiré
hondo, cerré los ojos y conté hasta tres, uno, dos, tres… me
quedé observando fijamente su fotografía en blanco y negro, le miré
fijamente a los ojos, y le perdoné, le perdoné por haberse ido sin
avisar, sin decirme adiós, y le perdoné por todo lo anterior a
ello.
Entonces
mi hermano volvió de hablar con un amigo que había encontrado por
el camino, vio mi estado y se quedó a mi lado, quieto, callado, así
permanecimos una eternidad, aunque pareció un suspiro, hasta que
empezó a hacer frío y volvimos a casa.
Cuando
terminé de cenar me metí directamente en la cama, enterré la
cabeza debajo de la almohada y decidí que, si no pude decirle todo
lo que pensaba y sentía a mi abuelo, y que no podría hacerlo nunca
porque ya no estaba, era hora de que tomara las riendas de mi vida,
fuera valiente, y dijera a todo el mundo quién era, qué era lo que
realmente quería, y empezara a luchar por conseguirlo.
Al
día siguiente por la mañana reuní a mi familia en una habitación,
y mientras restregaba una contra otra mis manos sudorosas, empecé:
- Tengo algo que deciros…
Ese
día volví a nacer.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada